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De viaje

ADELA CELORIO

Ante la amenaza de un nuevo cumpleaños me escapé. Todavía no acabo de digerir al anterior y ya quiere caerme otro encima; pero lo que es este año no me encuentra. Con tal de huir lo más lejos posible, tuve que aceptar la humillación que nos impone la seguridad en los aeropuertos, y ya sin zapatos ni cinturón; el abrigo, la bolsa, mis anillos y la computadora depositados en charolas para pasar el escáner; una mujer uniformada me mandó pararme con los pies separados sobre las huellas marcadas en el piso.

¡Manos arriba! ordenó; y las patas a la barriga, respondí como cuando de niña jugaba con mis compañeritos a policías y ladrones. ¿Qué fue lo que dijo? Interrogó la uniformada en un tono por demás amenazante. Nada, respondí humildemente y después de calzarme y recomponerme, me dirigí a abordar prometiéndome aprovechar las horas de vuelo para relajarme un poco antes de enfrentarme sola y con una muy respetable ciática que torturaba mi pierna izquierda, a la tumultuosa y vibrante ciudad de Nueva York.

Conseguí dormitar un rato hasta que pasaron la charola con una cena y los aperitivos que Aeroméxico -inmejorable opción para viajar- tiene la cortesía de ofrecer a sus viajeros. Fue en ese momento que cometí la indiscreción de preguntar al señor que moreno, bajito y con una gorra de futbol calada hasta los ojos, compartía conmigo el asiento del avión: ¿Es usted mexicano? Y sí, como la mayoría de los viajeros que abordamos esa tarde de domingo el avión, el señor era mexicano: "de un pueblito de Guerrero que ni siquiera está en el mapa" respondió; y contrariando su aspecto de emigrante sin papeles como tantos compatriotas que limpian y atienden las cafeterías y restaurantes de Nueva York donde cocinar en casa es algo que pertenece a la prehistoria porque lo que se acostumbra es desayunar, comer y cenar en la calle.

Donde los transeúntes de todas las clases sociales circulan por las anchísimas aceras y serpentean entre los autos con un vaso desechable de café en la mano o se detienen frente a los carritos que desde temprano aparecen en las esquinas más céntricas para comer un perro caliente, un bagel o un pretzel calientito.

Donde a la hora del lunch se atragantan una sopa y un sándwich en cualquier establecimiento de comida rápida, y por la noche se relajan con un imprescindible Martini antes de encajarle el diente a los enormes steaks que ofrecen en los restaurantes; aunque la comida china perfectamente empacada y lista para consumirse en el Metro, en las casas o en las oficinas; goza de especial predilección.

Contrariando su aspecto de emigrante sin papeles decía yo; mi compañero de asiento explicó que era médico forense (en cuanto lo dijo detecté un cierto olor a muerto fresco) que se llamaba Gilbert; y que eventualmente visitaba a su madre biológica y a sus hermanos en México.

Ya con la lengua absuelta, siguió contando: "éramos catorce hermanos y mi madre no tenía dinero por lo que me dio en adopción a un matrimonio neoyorquino que había perdido a su hijo en Vietnam. "Ellos me trajeron a los Estados Unidos y me dieron educación. Estudié medicina y aquí conocí a una colombiana con quien pronto cumpliré cuarenta años de casado. "Tuvimos tres hijos" dijo, y relató detalladamente la afortunada historia de cada uno de ellos desde su nacimiento, escolaridad, éxito económico y vida amorosa. "Pero ninguno de los tres me ha dado nietos. Dicen que esta ciudad no es apta para niños.

Y ya encarrilado, el hombre siguió contando que después de jubilarse "por los años trabajados no por la edad" aclaró; se ha dedicado a transformar fachadas con gran éxito entre la comunidad latina. Y mientras describía con gran entusiasmo sus diseños, sacó del bolsillo de la camisa una pluma y sobre la servilleta de papel dibujó una fachada describiéndome detalladamente mientras dibujaba, todos los pormenores del diseño. "Procuro dar trabajo a mis paisanos, pero lástima, son muy pocos los que hacen el esfuerzo de estudiar y mejorar. La mayoría se conforma con ganar algún dinero y con el tiempo regresar a México tan ignorantes como vinieron".

Llegado ese momento se me cerraban los ojos, me picaba todo el cuerpo y ya tenía el cuello torcido; pero el vecino seguía relatando historias de sus empleados, de sus vecinos, de la obsesión de los neoyorquinos por el psicoanálisis. "Aquí nadie tiene reparo en desairar un invitación si ésta coincide con su cita al psiquiatra. Otra de sus obsesiones son los perros, por lo que un trabajo sencillo y bien remunerado es el de paseador, sacarlos a la calle porque si se quedan en casa mientras sus amos se van a trabajar; se vuelven tan neuróticos como ellos. Llegó el momento en que contrariando mi sentido de cortesía, me quedé dormida y sólo desperté cuando aterrizado nuestro avión, mi compañero de viaje se despidió agradecido. "Qué suerte tuve de haber compartido el vuelo con alguien como usted que tiene una conversación tan interesante", me dijo.

Adelace2@prodigy.net.mx

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