"La orden de bajar vibra en el aire/ Debo llegar... Pero llegar ¿adónde? Y si llego sin mí... ¿para qué llego?" El avión ha iniciado el descenso ante la total indiferencia de los pasajeros ajenos del todo al prodigio que significa que un animalote de acero se pose suavemente sobre la pista de un aeropuerto. Tocada ya por el ritmo frenético de esta capital, la gente espera con dificultad a que las turbinas se silencien para echar mano de sus teléfonos celulares. Un adolescente junto a mí, enganchado en su Ipod, ni siquiera tiene la curiosidad de mirar por la ventana. Durante la hora y media que duró el vuelo; no pudo apartar los ojos de la pequeña pantalla; y su madre, ajena también al prodigio, hojea de mala gana una revista. Imagino que para ellos es cosa del diario mientras para mí; cada aterrizaje es un milagro.
En cuanto el avión se detiene los pasajeros se apresuran a invadir el estrecho pasillo del avión en espera de que abran las puertas para arrojarse sobre la ciudad. Yo sin embargo, no consigo aterrizar. En alguna parte leí que el alma es incapaz de viajar a más de setenta kilómetros por hora. La hipótesis no tiene ningún sustento, pero conforme pasan los años me convence más. Me niego a apretujarme entre los viajeros y desganada, salgo la última jalando con pereza mi maleta rodante -aportación inapreciable que junto al Dry Martini nos heredó el ya viejísimo siglo XX.
Impaciente, en la sala de llegadas me espera el Querubín que nunca acaba de entender por qué siempre soy la última en salir. Le concedo razón; si yo estuviera casada conmigo ya me hubiera mandado al carajo. Pero qué puedo hacer si el tiempo me rebasa y aunque mi cuerpo llega; mi alma viene muy detrás y es posible que tarde un par de días en alcanzarme. Ni modo, andaré desalmada todo ese tiempo.
"Capitán Sandía" me llama una admirable maestra de la vida; y al sonido de su voz, en mi memoria se insubordinan los recuerdos. Sin orden de aparición desfila mi vieja amiga Elsa Lucía, y como una escultura griega, aparece mi nueva amiga Maira, y Berta sin hache, y una por una las caras inteligentes, curiosas de todas y de todos. (Debo reconocer la sensibilidad de los compañeros que se olvidaron del futbol para ponerse a escribir).
De Yeye que no es un motor como yo pensaba sino un finísimo Lamborgini que con suavidad y elegancia se mueve en todas las pistas. En todo está y a todo llega de buen humor. Que no se me olvide -me digo- agradecer a Montse y a su esposo la exquisita comida que nos convidaron, ni a mis laboriosas Mayelas la espléndida noche a cielo abierto que compartimos; en la que el platillo mejor condimentado fue su cálida hospitalidad y la refrescante risa de Beto.
Sólo cuando saboreo los dulces -pedacitos de cielo- que me obsequiaron Rosita Silva y los papás de la pequeña Andy; me doy cuenta de que todo fue realidad y no un sueño.
Es evidente que tardaré en volver de ese mundo que sólo comparto con quienes como yo, insisten en empujar el lápiz para construir con materiales tan intangibles como la memoria y la imaginación; historias, anécdotas, cuentos y novelas ¿por qué no? Mi alma sigue atrapada en la intensidad del taller, ese espacio que "El Siglo" (otro milagro que por cotidiano damos por hecho) nos ofrece para propiciar la escritura, la lectura y la reflexión; y donde las emociones y los sentimientos se decantan en literatura. Mi espíritu sigue allá porque no es fácil separarme así nomás de tantos nuevos amores a primera vista, de amistades apenas esbozadas que exigen su tiempo y su espacio para convertirse en entrañables; y porque nadie acepta de buena gana apartarse del lado suave y terso de la vida.
¿Enseñar a escribir? bueno, digamos que es el pretexto para presentarme ante el grupo, aunque cualquiera que lo haya intentado; sabe que enseñar a escribir es imposible. Fijar un método o reglas para dirigir un taller de escritura es una batalla perdida. A lo más que se puede aspirar es a contagiar el entusiasmo y a compartir con los potenciales escritores el proceso creativo y algunas reflexiones sobre el oficio. Quizá quienes coordinamos un taller podamos añadir algo -bien poco- al enorme mosaico que forma el conjunto de lecturas y prácticas entre las que cada escritor elige sus propios lineamientos. Quizá podemos trabajar con algunos ejercicios para quitar del camino la pesada piedra de la autocensura; pero sabemos por experiencia que nada ocupará el lugar de la persistencia. No lo hará el talento porque nada abunda más que los fracasados con talento. No lo hará la formación por sí sola porque el mundo está lleno de fodongos con una magnífica formación. Sólo la persistencia y la determinación son omnipotentes. ¡Ay Dios! tanto palabrerío para sólo querer decir: gracias a todos los que participaron del taller por sus enseñanzas y por su cariño.
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