Hoy recordaré algunas cosas que solían suceder los domingos en ese Torreón que se esfumó y no existe más. Los jóvenes realmente ya no tienen idea de la libertad y de la alegría con la que se podía pasar un domingo cualquiera. Para los niños en general, las mañanas de los domingos solían ser de función de matinée. Solos o acompañados, acudían a ver películas infantiles, y a veces no tan infantiles, en las carteleras de los cines.
Pero había que ir al cine o a la iglesia bien "boleado", es decir, con los zapatos bien lustrados. Solía suceder que las mañanas de los domingos, temprano, pasaban por las casas, para ofrecer sus servicios, los "boleros" o lustradores de calzado. La mayoría de las veces eran niños o adolescentes. Otras veces, eran adultos. La tarifa era siempre la misma: un peso por cada par de zapatos. Así que se le entregaban todos los zapatos de la familia. El bolero se instalaba en la puerta de la casa, o apenas en la entrada.
Luego estaba la misa, ordinariamente en familia. Pero a este cronista le tocaba "chaperonear" a su hermana mayor, así que la acompañaba, con su novio (esposo desde hace bastantes años), a la ceremonia religiosa dominical. Y aunque el latín comenzaba a parecerme atractivo, las misas me parecían larguísimas y muy aburridas.
Luego, cumplido "el deber con Dios", seguían los deberes, o placeres, sociales. Dar vueltas por la avenida Morelos, coche tras coche, a vuelta de rueda, para saludar a todos los conocidos y conocidas que transitaban por ese paseo. Se trataba de ver, y de ser visto. El sol brillaba radiante, y la gente siempre se veía alegre, libre, sonriente. El paseo llegaba hasta la alameda, y la rodeaba por la calle Donato Guerra, donde se encontraba la "inefable" "Botana". Muchos de los coches se estacionaban ahí en batería, para ser atendidos por los meseros que llevaban tarros de cerveza y los platos de botana (bocadillos). Paella, alubias, calamares eran las más frecuentes.
A la hora de comer, uno se encontraba a los paseantes de "la Morelos" en los principales restaurantes de la ciudad. El Apolo Palacio, La Americana, Doña Julia, Los Corrales, La Copa de Leche, Los Globos, Los Sauces, Los Farolitos, La Majada, el Patio Alameda, El Campestre, etc.
El Apolo Palacio era uno de los lugares más distinguidos, un sitio con mucha tradición. Su fundador fue don Jorge Lambros Lagos, quien el 13 de mayo de 1933, lo estableció bajo la razón social de "Apolo", Café y Nevería. Se encontraba ubicado, ya desde entonces en la céntrica calle Valdés Carrillo, que es la calle que delimita al poniente a nuestra Plaza de Armas, apenas a unos metros frente a lo que fuera el Casino de La Laguna.
Su vocación como restaurante surgió pronto, pues ya en 1935 el "Apolo" ofrecía comidas corridas por un peso. El menú que ofrecía por ese precio el viernes 21 de junio, consistía en sopa a la española, o consomé de pollo; filete de pescado empanizado o riñones lionesa; guisado de ternera a la romana, hamburguesa a la criolla, chuleta de ternera o de carnero, a la parrilla. Además, papas a la alemana, ensalada de lechuga y tomate, frijoles refritos. De postre, arroz con leche, o helado al gusto (Apolo especial de fresa, chocolate, vainilla, piña, naranja, mango o limón). Café, té o leche.
El Apolo Palacio conquistó un lugar único en las preferencias de los torreonenses y en general, de los laguneros. El menú de nochebuena de 1965 incluía "entremés parisién con caviar, consomé Rossini, media langosta con mayonesa o filete de huachinango menier, copa de vino blanco, pavo relleno con castañas y almendras, filete mignon con champiñones, papas rizole y chícharos en mantequilla, clerck de chocolate café, liqueur. El precio del cubierto, era de sesenta pesos. Para amenizar estaba el conjunto musical "Los Virreyes" y el pianista Chucho de la Rosa.
Don Jorge Lambros Lagos murió el 26 de octubre de 1980. Lamentablemente, su obra, el Apolo Palacio no le sobrevivió mucho tiempo, si acaso, seis años más.
Cuando uno salía de comer los domingos, ordinariamente era para ir al cine. Los tradicionales y mejor equipados eran el Nazas y el Torreón, con permanencia voluntaria. Pero los domingos, nadie repetía función. Salía uno ya anocheciendo, para volver a la "moreleada" es decir, para dar vueltas en el paseo de la avenida Morelos, o bien, para pasear por las aceras de esa avenida, al son de la serenata que brindaba la banda municipal que tocaba en el kiosco de la Plaza de Armas.
Debo comentar que esta era la vivencia de un niño o joven clasemediero y católico como yo. Seguramente existen otras percepciones sobre los aconteceres dominicales en Torreón, y que por lo tanto, muchas otras crónicas podrían ser escritas sobre este tema. Estoy seguro de que mis amigos metodistas o bautistas tenían otras experiencias menos "mundanas" y quizá más religiosas, más solemnes. Para mí, la "escuela dominical" hubiera sido un verdadero suplicio. Tanto como lo era la llamada de la campana de mano que convocaba a la "doctrina" para los niños en edad de primera comunión, los sábados por la tarde. Para muchos otros, los domingos habría preocupación económica y no diversión. Sin embargo, y aunque quisiera, no puedo ofrecer otra percepción mas que la que me tocó vivir, y que estoy seguro, fue la de muchos más.
Y para hablar de otro tema: un parte del Ferrocarril Internacional Mexicano, del 31 de julio de 1893, da cuenta de un accidente ferroviario, un descarrilamiento, ocurrido no lejos de la flamante Villa del Torreón.
El 29 de julio, a eso de las 9.30 de la mañana, el tren número 2 de pasajeros de la empresa, llegó a un puente, a velocidad ordinaria, quizá un poco más de prisa por llevar cierto retraso el tren.
El maquinista de la locomotora número 22, que era la que remolcaba al tren número 2, informó que iba a una velocidad de 40 kilómetros por hora, en línea recta y descendiendo. Una corriente de agua había deslavado los soportes del puente. Al llegar a ese punto, el puente cedió, provocando el descarrilamiento.
El día estaba nublado, pero sin lluvia. Se atribuyó a la precipitación pluvial en una sierra lejana, la creciente (muy probablemente del Aguanaval) que causó el desperfecto. El tren número 2 se componía de máquina, depósito de leña (tender), carro de agua, coche de equipajes, correo y express; coche de tercera clase, coche de segunda clase y coche de primera clase, y carro dormitorio.
Los heridos fueron los siguientes: un estadounidense que apareció muerto, que no era pasajero, y que se supuso era un polizón, de nombre Charles Moore; Rafael Amezcua, conductor de correspondencia. La pierna le quedó atrapada entre las plataformas de los coches de tercera y segunda; fue transportado a Torreón, donde le amputaron la pierna, pero no resistió la operación, y murió. Francisco Arzave, agente de publicaciones de la compañía Sonora News, sufrió fractura de antebrazo y del húmero derechos. Se le atendió y se le remitió a Durango, a su solicitud.
Otros heridos fueron Jesús Armiño, comerciante comisionista de Saltillo, pasajero de segunda que sufrió contusiones en la cara y espalda. Se bajó en Paila. R. Zermeño, pasajero de segunda. Ligeras contusiones. I.B. Mc Laughlin, maquinista, lesionado en la espalda y el cuello, con golpes generalizados. J. Turner, fogonero lesionado en el puño, golpes generalizados. Los pasajeros de tercera y el agente del express salieron ilesos. Nota de "El Partido Liberal", diario mexicano, edición del 6 de septiembre de 1893.