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Democracia

JUAN VILLORO

El domingo 2 de julio de 2000 el cielo amaneció despejado, prefigurando las esperanzas de millones de mexicanos en las elecciones de ese día. Por primera vez en 71 años la alternancia democrática parecía posible. A las ocho de la noche, José Woldenberg, consejero presidente del IFE, habló en televisión del estado de la contienda: "No hay posibilidad de alteración, a partir de esta hora, ustedes y nosotros seremos testigos de la llegada, la suma y la conformación de los resultados electorales, es decir, de cómo se dibuja la voluntad nacional mayoritaria".

Una arraigada tradición de fraudes, enredos y desconfianzas se superaba ese día. "No hay posibilidad de alteración", la frase que durante años parecía inaudita, cobraba sentido.

Para vencer recelos y asegurar la credibilidad, el IFE había desplegado una logística digna del desembarco en Normandía o el alunizaje del Apolo. Un convoy rigurosamente vigilado transportaba 200 millones de boletas impresas en papel seguridad que se repartirían en 345 mil 513 urnas donde habría 2 millones 303 mil 20 crayones listos para trazar la voluntad popular.

Lo más importante del proceso fue la creación de la credencial del IFE, que transformó al hecho de votar, antes visto con suspicacia, en la principal seña de identidad. Esto representó un cambio cultural decisivo: un país que desconfiaba del ejercicio democrático ahora se definía a través de él.

Las hazañas civiles son una épica sin relámpagos. El titánico despliegue del 2 de julio de 2000 tenía por objeto alcanzar la normalidad.

A las 11 de la noche, Woldenberg regresó ante las cámaras para decir: "Creo que hemos pasado la prueba: somos un país en el cual el cambio en el Gobierno puede realizarse de manera pacífica, mediante una competencia regulada, sin recurso a la fuerza por parte del perdedor, sin riesgos de involuciones, eso es la democracia".

Fue un momento emocionante, incluso para los que no habíamos votado por el ganador. Ese domingo cristalizaba otro país. Estábamos en el futuro.

Obviamente, la democracia incluye el riesgo de que gane el peor. Disponer de un instrumento electoral válido garantiza el conteo de las voluntades pero no su calidad.

La siguiente elección (6 de julio de 2006) se dio en términos de una confrontación irreconciliable, que dividió al país y de la que aún no nos reponemos. Felipe Calderón ganó por una ventaja de 0.56% luego de una disputa desigual, manchada por la publicidad negativa e injerencias del Ejecutivo, y criticada -aunque no sancionada- por el Tribunal Federal Electoral. Medio año después de la justa, un sondeo de El Universal señalaba que el 40% de los mexicanos (más de los que votaron por Andrés Manuel López Obrador) sospechaba que había habido fraude. El clima postelectoral fue el de una larga y progresiva decepción. La clase política en su conjunto pasa por un descrédito total.

¿Debemos renunciar a procedimientos certeros porque no arrojan los resultados que queremos? Aunque esto sería gravísimo, los profesionales de la política hacen poco para defender la democracia. El PRI no ejerció la autocrítica, depurándose en un partido socialdemócrata, ni retiró su apoyo a caciques que rozaron la criminalidad (Ulises Ruiz en Oaxaca, Mario Marín en Puebla); el PRD se concentró en pelearse, y el PAN sacrificó la reforma del Estado con fines electoreros.

López Obrador no revirtió en su favor una derrota que muchos consideraban injusta. Antes de oír el fallo del tribunal, se opuso a las instituciones, tomó las calles y se declaró presidente legítimo con una votación a mano alzada en el Zócalo, ante una minoría de sus seguidores.

Esa conducta antidemocrática le restó apoyo. Por desgracia, tampoco el triunfador honró los usos democráticos. Calderón gobierna con una agenda por la que no fue votado. Sus compromisos de campaña (recordemos el más simple: suprimir la tenencia) no incluían la militarización que ha sido su objetivo principal (por no decir único). Quienes lo llevaron a la Presidencia no tenían en mente el escenario que hoy padecemos.

Es lógico que se critique una estrategia que no da resultados. Sin embargo, el presidente desoye las protestas y pide que se critique a los delincuentes. Esto pone en duda su sentido de la democracia: los ciudadanos sólo podemos dirigirnos a nuestros representantes, hayamos votado por ellos o no. Los criminales no son nuestros interlocutores.

El incentivo gubernamental de hacer denuncias, recogido (en su punto más débil) por el acuerdo de comunicación firmado por algunos medios, pone en riesgo a la población y la sitúa ante una responsabilidad que no le compete.

Sólo podemos intervenir en una zona de la vida pública: el trato con el Gobierno que nos hemos dado. Esto mejorará en la medida en que transitemos de una democracia representativa a una democracia participativa, capaz de ciudadanizar la política.

Criticar a Calderón no significa exonerar a sus adversarios. Sencillamente expresa que el único interlocutor válido en la lucha contra el crimen es la autoridad electa. Eso es la democracia.

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