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Desarrollo, disciplina financiera y ética

JULIO FAESLER

En el traspaso que estamos presenciando de poder e influencia en asuntos mundiales de los países desarrollados a los "emergentes", se advierte un fenómeno en casi todos los países. Se trata del crecimiento económico en términos de PIB, pero sin estar acompañado de los correspondientes niveles de empleo que se esperarían.

Las tasas de desocupación son muy altas en países desarrollados como en Estados Unidos o los europeos. Es el caso de España con el 20% de la población trabajadora en el paro o Francia e Italia. El malestar que esta situación genera en la población rebasa con mucho la capacidad de control policial.

Para corregir la pesada desocupación que proviene de la recesión globalizada varios gobiernos europeos recurrieron a programas de estímulo y generosas dádivas sociales. Estos intentos de mantener un ritmo de prosperidad y revitalizar la economía con indispensables acciones anticíclicas como las obras públicas, exenciones fiscales e incluso el subsidio en efectivo a los que no tienen trabajo, ampliación de los servicios sociales y fáciles sistemas de pensión.

Todo ello costaba dinero lo que, ante la penuria fiscal, tenía que resolverse de alguna manera. Los gobiernos se enfrentaban a la necesidad de aumentar impuestos a la ciudadanía u obtener financiamiento del sistema bancario nacional o de los mercados internacionales. En cualquier caso, se generaron déficit presupuestales que al llegar a porcentajes más de dos veces el valor del PIB, acabaron siendo insostenibles rebasando el marco de los países en cuestión significaron una repentina carga para el solidario sistema financiero europeo que se ha venido montando.

Si para empezar, los gobiernos recurrieron al financiamiento ajeno por no tener dinero, era evidente que, de no generarse producción social, sólo se tendrían más deudas. Al sobrevenir esta realidad, hubo necesidad de reducir gastos y programas sociales, eliminar subsidios de apoyo y reducir la nómina burocrática. La vertical impopularidad a esas medidas ha llegado a expresarse tumultuariamente en las calles y plazas. Lo trágico de estas protestas que se multiplican es que no suelen precisar sus propuestas y peticiones en términos manejables tanto en lo político como en lo administrativo.

La lección es clara: es crucial la manera de programar y administrar fondos de estímulo obtenidos vía préstamos. Si no se invierten en obra productiva que se traduzca en riqueza adicional, haciendo que esta inyección de dinero se convierta en producción tangible que signifique empleo, la deuda contraída se será una carga bruta que hay que tarde o temprano se debe pagar.

Se dice que manejar inteligente y constructivamente el déficit público es similar a administrar las finanzas de empresas privadas. Ningún empresario, por ejemplo, pedirá a su consejo de administración permiso para hacer gastos claramente improductivos o de dudosa confección. Sus consejeros le exigirán resultados tangibles y rendición de cuentas. Pero una empresa privada tiene una gran flexibilidad para manejar sus asuntos, empezando por su personal. Estamos presenciando a diario la forma en que se despiden a cientos y hasta miles de empleados y trabajadores cuando así lo requieren ya no las pérdidas, sino simplemente una caída de utilidades.

A nivel nacional, con las medidas de estímulo que exige el electorado, un gobierno puede inducir una subida de niveles de empleo y consumo. Si esos estímulos no generan nueva riqueza en términos de productos tangibles e ingresos fiscales que cubran el déficit incurrido, una eventual crisis de pagos obligaría a medidas extremadamente difíciles de ser democráticamente aprobadas. Los gobiernos no tienen la flexibilidad que tienen las empresas para abrir o cerrar sus válvulas de operación a su conveniencia.

Aquellos países que hicieron fuertes inversiones en proyectos agrícolas o industriales o programas sociales que no fructificaron ni siquiera en nuevos empleos, ya no en productos comercialmente competitivos, están recogiendo la reacción popular en las multitudinarias marchas, plantones y demás protestas que no sólo rompen el orden, sino derrotan en las urnas al partido gobernante.

Hay, sin embargo, otro elemento que desarticula al mejor programa. El inteligente equilibrio entre desarrollo y la sensatez presupuestal es un arte que no tolera la corrupción en lo público y en lo empresarial, que parece ser un mal universal que percude el comportamiento personal y que no lo erradica ninguna ley.

juliofelipefaesler@yahoo.com

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