La mayor parte de los sociólogos coincidimos en que el principal problema estructural del país es la desigualdad social, entendida ésta como las diferencias que tienen las personas en una escala social que no sólo se encuentra claramente estratificada, sino también polarizada, originada en la desigual distribución de la riqueza que se genera en este país; esta concepción sociológica es también la percepción dominante de la mayor parte de la población mexicana.
La forma en que se expresa esta situación es, por un lado, la pobreza en que vive casi la mitad de los mexicanos, y por el otro, la opulencia que sólo unos pocos tienen el privilegio de disponer, y donde ser país sede del hombre más rico del mundo es una paradoja que evidencia la enorme fractura social de la sociedad mexicana. Para los sociólogos o los ciudadanos comunes esta concepción o percepción no es nueva, ya que México siempre ha sido un país socialmente desigual, sólo que ahora se agregan y entrelazan otros problemas de igual o peor dimensión como el deterioro ambiental y la inseguridad pública.
Lo cierto es que durante las últimas tres décadas se han multiplicado los pobres porque muchas familias se han pauperizado, en cuyo seno los nuevos miembros nacen y se incorporan a la sociedad con limitaciones, y en algunos casos, de plano carentes de oportunidades para desarrollar sus capacidades, en el peor escenario apenas sobreviven, por eso migran de una lado a otro donde su esperanza se basa en el azar y el esfuerzo, aunque son pocos los que logran una movilidad social que les haga sentir diferentes, en condición mejor.
Desigualdad y pobreza son dos caras indisolubles de la misma moneda, por el lado que se volteen expresan lo mismo: una sociedad degradada porque una parte importante de ella generacionalmente nace y crece imposibilitada de ser y hacer, de ahí el origen de los llamados ni-ni's, ese segmento de jóvenes a los que ni sus familias, el gobierno o la misma sociedad les ofrecen opciones de educación y empleo, a quienes no les atrae la idea de formar una familia y replicar las condiciones que han vivido, mucho menos el horizonte que se les presenta y por ello no quieren pensar en el futuro sino sólo en el presente; tal frustración les convierte en fuente de reclutamiento en las redes delictivas.
¿En qué momento se nos vino encima esta realidad que ya no sólo abruma a la población pauperizada sino al resto de la sociedad? Quizá la explicación más razonable la encontramos cuando nos remontamos a hace tres decenios en que se empezó a liberalizar nuestra economía, abriendo el comercio exterior y desmontando el aparato estatal que la asfixiaba, que con su proteccionismo la volvía incompetente ante la llamada globalización, que convocaba a una feroz carrera por la productividad y rentabilidad económica en la que México se inscribía.
La ideología del neoliberalismo se aplicaba sin su agregado social más allá del rabón y efímero Pronasol, ingresando al mercado de trabajo a millones de mexicanos despedidos de las empresas e instituciones oficiales, a los campesinos desprotegidos de los programas oficiales o a los obreros rescindidos por el ajuste que las empresas y corporaciones privadas aplicaban debido a los cambios laborales y tecnológicos en sus procesos productivos; a la fecha no se han diseñado políticas públicas que contengan o aminoren la desigualdad social, cada vez más acentuada, más allá de subvenciones que sólo mantienen latente la pobreza, pero no se ve que realmente la reviertan.
Tal déficit de gestión gubernamental ya hizo crisis con la violencia al grado que las familias pierden sus miembros como mascotas reemplazables, y los ciudadanos nos sentimos como insectos a los cuales cualquier depredador nos aplasta, sin queja alguna y pocas o nulas opciones de donde quejarse, por ello y sólo por ello, es necesario e indispensable replantear la política social pensando en los ciudadanos y no en la lógica de mantenerse en el poder, incorporando a los ciudadanos en nuevas formas de organización de la sociedad. Ese es un gran reto de nuestros gobernantes y de quienes aspiren a serlo, pero también de los ciudadanos de a pie. Hay que pensar y decidir cómo hacerlo.