¿Diario?
Un diario es el calendario de las mareas del alma.
Thoreau
Aunque nunca tuve una hermosa libreta de esas que se cierran con llavecita dorada, igual a las que regalé alguna vez a mis niñas, confieso que desde hace muchos años adquirí la costumbre de escribir un diario, aunque tal vez llamarlo diario resulte muy ambicioso ya que sólo lo escribo cuando mi alma necesita escucharse, expandirse o lamerse las heridas.
Comencé escribiendo histerietas (sic) en mis cuadernos escolares. Cosas como por ejemplo: Mi papá no me dio permiso de ir a la fiesta de Perlita, y va a ir Juan. Ay... odio a mi papá. Escribía con una mezcla de miedo y -ahora lo sé- ganas de que, suspicaz y controlador como era mi padre, lo encontrara y lo leyera. Y bueno tal vez él no era el único curioso y sigue sin serlo porque ¿qué madre o padre no ha tenido la tentación de leer el diario de su hijo? Que lo hagamos o no, depende del grado de respeto que se acostumbre en la familia.
Con frecuencia me he referido en estas notas a la necesidad de eventualmente pasarnos en limpio, aunque tal vez no he explicado que eso significa para mí actualizar la agenda con los nombres de nuevos amigos, eliminar a aquellos que han muerto en nuestro corazón, y señalar en las páginas de la nueva agenda las fechas queridas y aquél aniversario secreto que celebramos a solas con una sonrisa. Significa también dedicar alguna tarde a leer mis viejos diarios para reencontrarme con la que fui, para comprenderme y saludarme desde la que soy ahora en que puedo escribir en hermosos cuadernos -regalados por las amigas que conocen mi afición a la pluma- de los que siempre llevo alguno en la bolsa para tomar nota de todo lo que me emociona o me interesa; y para evitar que mis estados de ánimo se disuelvan con el paso del tiempo.
Ahora ya no se trata de histerietas de niña, sino de la impresión que me causan las cosas vistas y vividas que conforman la base de mis eventuales reflexiones y pensamientos. Se trata de tomar nota de la forma en que mi encuentro con el mundo va dejando su marca, del deslumbramiento que me produce la Naturaleza, de la compasión que siento por las personas con quienes comparto la universalidad de nuestras heridas y sufrimientos, pero también por nuestra irreductible capacidad de cultivar la alegría.
Parece una pretensión, pero aun las personas más ordinarias experimentamos muchísimas cosas interesantes que vale la pena rescatar en un cuaderno cuando aún son materia viva, en bruto, sin adornos ni arreglos, para recordarlas y volver a vivirlas al paso del tiempo.
Releer nuestros diarios íntimos, rescatar la emoción de nuestros encuentros con la vida, es un placer muy personal; o al menos eso era lo que yo pensaba hasta que recientemente leí (en El aprendizaje de la serenidad, Chistophe André, editorial Kairós) que escribir un diario ayuda a serenarse emocionalmente en los momentos difíciles de la vida, que es un buen antídoto contra la pereza intelectual y la grandilocuencia del ego, porque nos obliga a reflexionar y también a elegir entre el gran tumulto de nuestras emociones cuáles de ellas vale la pena rescatar. Muchas ideas que nos parecen geniales mientras nos dan vueltas en la cabeza demuestran ser banales al momento de pasarlas al papel.
Después de todo este rollo ha llegado la hora de preguntarle a usted, pacientísimo lector, ¿lleva un diario? Si no lo ha hecho, siempre es buen momento para comenzar. Ahora que si prefiere guardar para usted solo sus emociones pues adelante, que hay rencores y emociones tóxicas que lo sostienen a uno en la vida, amargo y jodido pero con toda firmeza.
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