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Domingo en Nueva York

ADELA CELORIO

Al despertar sola en el hotel, empiezo a recordar que dejé a mi Querubín abandonado, la casa patas arriba, el trabajo diferido para sabe Dios cuándo; y lejos de todos los que amo... ¡me siento muy feliz!

Sonriente y relajada me acerco a la ventana del octavo piso desde donde curioseo la intimidad de las personas que ocupan el edificio de enfrente. Enormes pantallas de televisión encendidas en los lujosos departamentos emiten señales de vida. Tras una ventana veo a un hombre que pedalea una bicicleta estática. Cuando mira que lo miro se baja de la bici y completamente desnudo me hace señas obscenas; pero yo ni caso. Prefiero animarme: ¡estás en Nueva York chica!

¿Qué esperas para salir a conquistarlo? El clima es frío, pero el día es soleado y chula de bonita salgo del hotel demasiado tarde para desayunar, pero muy temprano para comer, y como al país que fueres haz lo que vieres, en la primera esquina me compro un exprés doble y con mi vaso en la mano arranco a caminar. Libre como una mariposa, me poso de aparador en aparador. Es domingo y el pulso de la ciudad es apacible.

Jóvenes y viejos circulan en patines y en bicicleta. Esculturales negros con el pelo rasta caminan a ritmo de samba. Judíos ortodoxos con rizos en las patillas, parejas de irlandeses que empujan carriolas con chiquillos pelirrojos. Indios, jamaiquinos, colombianos enchufados a las bocinas de sus Ipods. Paquistaníes al volante de sus taxis amarillos. Zombis que vociferan por su teléfono móvil. Afuera de las cafeterías repletas, la gente espera una mesa y los fumadores echan humo en las anchísimas aceras.

Sin ninguna resistencia me dejo seducir por un ramito de lavanda en una de las exquisitas florerías que me quedan de paso, y sigo mi camino hacia el Oyster Bar de Central Station donde ya voy programada para recetarme un platazo de sopa de almejas marinado con un buen vino, aunque cuando al fin consigo un lugar en la barra y veo los precios de la carta, considero seriamente la posibilidad de volverme abstemia.

A mi derecha y también sola, una chinita pequeña y frágil con un coqueto sombrero de fieltro calado hasta las orejas, picotea un plato de afrodisíacas ostras Roquefeller y pide con soltura media botella de Polly Fusee.

¡Faltaba más!, si ella puede yo también -y pedí lo mismo. A mi izquierda un gringo viejo aprovecha cualquier oportunidad para guiñarme un ojo; pero yo ni caso. En algún momento tengo la idea de sacarle plática a mi vecina de la derecha, pero cuando veo los caracteres chinos del periódico que lee; me inhibo.

Sintiendo caracoles de miedo en el estómago y dispuesta a perderme en el laberinto del Metro, lo abordo. "El que le puede a Nueva York le puede a la vida" pienso para darme valor. Me sorprendí a mí misma cuando con toda precisión descendí en el risueño barrio de Soho donde siempre es una fiesta. Eché un ojo a las galerías de arte, pero después del malhadado 11 de Septiembre, todo arte es apocalíptico. En las pequeñas librerías acaricié algunos hermosos libros. Me probé sombreros y pulseras étnicas en los puestos callejeros, y cuando se atravesó en el camino la Basílica de San Patrick's; la música del órgano y la misa que comenzaba me aquietaron por un rato.

Antes de continuar mi callejeo deposité a los pies de La Virgen el ramito de lavanda para el altar de muertos que llevo en el corazón. Envalentonada por la buena experiencia de la mañana, me atreví con una ruta más complicada del Metro.

Quise apersonarme en las actuaciones y representaciones callejeras del festival D.U.M.B.O. de arte bajo el puente. Esta vez no tuve tanta suerte. Me perdí y a las once de la noche de brujas, sola en una oscura estación del Metro; ya no me sentí tan feliz.

adelace@prodigy.net.mx

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