El artículo del martes, en donde sostenía que el consumo es el motor de la economía, recibió muchos comentarios.
Los interesantes son los que no están de acuerdo, por alguna razón, con lo que ahí comentamos, o los que extraen conclusiones que no son necesariamente ciertas. Y vale la pena discutir.
Primero, hay un grupo de comentarios acerca de si la publicidad o mercadotecnia es la que determina lo que las personas deciden consumir. Mi respuesta es que no. Si la publicidad o la mercadotecnia fuesen determinantes, la vida de las empresas sería muy sencilla. Bastaría contratar a los expertos para vender. Pero como sabe cualquiera que ha trabajado en niveles decisorios de una empresa, la publicidad puede o no servir, y nadie lo sabe con anticipación. Después todo mundo tiene una explicación, pero antes, es una apuesta. Y lo es porque quienes deciden son los consumidores, no el vendedor ni el publicista. Si, por pura suerte, lo que se publicita resulta coincidir con lo que las personas en ese momento querían comprar, habrá éxito. Si no, no lo habrá. Me dicen que las personas toman Coca-Cola, o cosas parecidas, por la publicidad y mercadotecnia, pero no lo creo: lo toman porque es dulce, y lo dulce gusta; porque es fácil de obtener, a diferencia del agua limpia; por varias razones entre las cuales la publicidad, efectivamente, algo aporta, pero no determina.
En segundo lugar, hay quienes argumentan que la producción o la tecnología son de la misma importancia que el consumo. Nuevamente, diré que no. Indudablemente, los cambios tecnológicos son importantes, pero cuáles de ellos lo son y cuáles no, lo decide el consumo. No siempre, a decir verdad. Hay decisiones que toman los productores que acaban siendo limitantes para el consumidor. Por ejemplo, la decisión de usar corriente alterna en lugar de directa al inicio de la masificación eléctrica. O el teclado QWERTY de las máquinas de escribir, ideado para limitar la velocidad de las mecanógrafas cuando las máquinas se atascaban, y que hoy ya no es posible sustituir. Pero, de manera general, las innovaciones tecnológicas sobreviven si hay quienes las compren. Si no, se quedan esperando su momento, o desaparecen.
En cuanto a la importancia de la producción, que durante el Siglo XIX se suponía la fuente de valor, que específicamente se ubicaba en el trabajo, resultó un espejismo. Esto era más o menos evidente desde el principio, pero a nadie se le ocurría cómo salir del valor-trabajo hasta 1863, que Stanley Jevons propuso partir de la utilidad de los consumidores para entender el valor de los bienes. Cuatro años antes de que Marx publicase el primer tomo de "El Capital", por cierto. Poco después, Karl Menger y León Walras propusieron ideas similares a las de Jevons, y de ahí viene la economía que hoy utilizamos.
El problema con el valor-trabajo es precisamente que no importa cuánto trabaje uno en producir un bien, sino cuánto le interesa a los consumidores ese mismo bien. Si yo dedico 40 horas a producir una jarrita de barro que a nadie le gusta, mi trabajo no sirvió para nada. Si otra persona dedica una hora a producir otra jarrita que a todo mundo le gusta, su trabajo es muy valioso. ¿Cómo comparamos las horas de trabajo de cada quien? La solución que se les ocurrió en el Siglo XIX fue hablar de algo llamado "trabajo socialmente útil", es decir, que la sociedad consideraba útil. El problema era ahora saber qué es lo que la sociedad consideraba así. Ese problema no se puede resolver, a menos que decida uno entrar por el lado que propuso Jevons, desde el consumidor. Y si va uno a hacer eso, el valor-trabajo es irrelevante. La demostración de que es imposible llegar del valor-trabajo a los precios tiene ya más de cien años, pero ya ve usted que los mitos son difíciles de destruir.
Un tercer argumento es que no es ni el consumo ni la producción o tecnología, sino la búsqueda de ganancias lo que mueve las economías. Éste parece mejor, pero nuevamente diré que no es así. Aunque es indudable que la codicia existe, no todos los codiciosos tienen éxito. Sólo los que le atinan a lo que los consumidores quieren. Al igual que en el caso de la tecnología, la aportación de la codicia es relevante, porque de ambos lados surge la variación sobre la cual decidimos los que compramos.
Y de aquí surge la idea que, en mi opinión, es más importante para entender el funcionamiento de la economía: la destrucción creativa. Los consumidores, al elegir, destruimos todas las opciones que no nos gustan. Al hacerlo, no estamos haciendo nada bueno ni malo, no hay moralidad alguna en preferir tacos a tortas o a pizzas. Pero esas decisiones, de millones de personas, determinarán cuántas taquerías, torterías y pizzerías habrá, cuánto van a ganar sus dueños y sus empleados, cuánto maíz o trigo es necesario, y así.
Es decir, al decidir millones de personas, no hay nadie que decida qué debe sobrevivir y qué no. Y no hay nada moral o inmoral en esas decisiones. Sin darnos cuenta, hemos "moralizado" las decisiones de los consumidores que van en contra de los tres objetivos. Los comportamientos autodestructivos, o que reducen la reproducción, o que asumen la muerte, son más o menos inmorales en nuestras sociedades. Pero, si lo vemos con detalle, ninguno debería serlo. Es sólo nuestra necesidad de mantener la manada lo que nos lleva a ello.
Termino con este punto, que también provocó comentarios. Los tres objetivos tantas veces mencionados están determinados por nuestra naturaleza gregaria. Estamos hechos para vivir en un grupo social, y por ello necesitamos sentirnos parte de él. Sin embargo, también estamos hechos para intentar colocarnos de la mejor manera posible en ese grupo. Si gusta, podemos llamar a estas dos necesidades, pertenencia y estatus. Así, nuestras decisiones, aunque al final estén orientadas a manteneros vivos, reproducirnos exitosamente y superar la muerte, están condicionadas a ocurrir dentro de un grupo. Y en buena medida, tendremos más éxito en alcanzarlos si nuestro estatus al interior de ese grupo es elevado. Por eso queremos tener más que los demás. No siempre es codicia, al contrario, la mayor parte del tiempo, es la sana ambición de que nuestros genes se perpetúen, y la menos sana de ser eternos.
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