Educar a los adolescentes y jóvenes
Con respecto a la educación de los adolescentes y jóvenes existe un sentimiento más o menos generalizado de que ‘algo no marcha bien’. La adolescencia y juventud son el momento en el que comienzan a despuntar ideales que muchas veces impulsarán el resto de la existencia personal individual. Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la edad juvenil y realizado en la madurez.
Pero en estas épocas modernas tal pareciera que la conciencia del ‘yo’ individual se ha exacerbado o al menos descompensado en toda una generación, a la que se ha denominado precisamente la me generation o ‘generación del yo’.
Resulta que una chica que lee mucho ‘es un poco rara’, mientras que el chico que se pasa las horas tontas ante la televisión o con los videojuegos ‘hace lo que corresponde a un muchacho a su edad’, y no parecen tan inmaduros a la hora de iniciarse en las prácticas menos virtuosas y sí más disolventes que la sociedad de consumo les brinda en bandeja, sobre todo cuando pueden disponer sin esfuerzo de dinero.
La formación cívica relacionada con la adquisición de las virtudes morales e intelectuales como la fortaleza, la prudencia, la sabiduría, la templanza, el arte y la justicia, no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. En realidad las virtudes no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender. Lo cual equivale a decir que el protagonista de la educación no es el padre, la madre, la profesora o el profesor: el gran protagonista y autor responsable de su educación es el propio hijo o alumno.
Por ello es sumamente importante e imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. A la juventud hoy se le adula, se le imita, se le seduce, se le tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza... quizá porque en el fondo no se le ama. Y esto es en definitiva lo que los jóvenes sospechan y aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo suplantado por una especie de ‘emotivismo’, con expresiones de ‘te quiero’ pero de plástico, por demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales.
Pero la familia es algo mucho más serio. Es una escuela de vida personal, social y trascendente. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de niños y viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan.
Una visión coherente de la vida pone en el centro el servicio a los demás, la solidaridad y reconocer la superación del asunto individualista. Todos dependemos de todos, en un sentido muy profundo y esencial. Por eso una educación cívica y humanista ha de fomentar la generosidad, el agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría y la solidaridad, ya que la libertad humana consiste de vínculos y sobre todo de la calidad de éstos y en la fuerza vital con la que cada uno los acepta y permanece fiel a ellos.
La formación cívica se adquiere como por contagio en la familia, el colegio, la parroquia, en las relaciones de parentesco y de vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el que conviva con buenos ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta disciplina todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle a los jóvenes.
Ciertamente a los jóvenes hay que quererlos, pero quererlos bien también es exigirles que saquen lo mejor de sí, que sean generosos, solidarios y que adquieran un sentido claro de comunidad. Un buen reto para todos ciertamente es el que nuestras jóvenes generaciones no se aburran en el antro, en la televisión y en la molicie de la vida sin reto, ni compromiso... sino que se ‘prendan’ por el arte, la compasión, la naturaleza, la amistad verdadera y la construcción de un mundo solidario y pacífico...
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