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El aguacero

LITERATURA

El aguacero

El aguacero

Ruth Ascorve

Como los dioses y las musas del Olimpo ya no son actuales y nadie los invoca, para distraer el tedio o por capricho, suelen interferir y trastocar los destinos de la gente, de las comunidades o aun de los países. Para sus travesuras cuentan con la complicidad de las deidades menores: ninfas, nereidas, centauros, sátiros y demás figuras míticas. No les faltan entre los humanos brujos, magos, hechiceros, genios, hadas madrinas buenas o malignas... todos están dispuestos a confabularse.

Su poder es grande y para lograr un despropósito o simplemente porque están contentos, pueden concebir una buena acción u otorgar un don. No son pocas las veces en las cuales interviene en la jugada algún dios de mayor jerarquía... y entonces todo puede suceder, pues no dudan en invocar a uno o más de los pecados capitales si así lo necesitan. Agregan a la mezcla la vanidad, el orgullo y el irresistible deseo.

Es fácil entonces cambiar a su antojo el clima, las circunstancias, adelantar o retrasar las horas del reloj; todo se vale y para justificarse ante cualquier improbable reclamo, la culpabilidad se achaca a los caprichos de la suerte, al destino incierto, el azar o la casualidad.

Así fue como una de las diosas menores, al asomare a curiosear la vida de los humanos, vio a un hombre y una mujer que abandonaban el mismo edificio al mismo tiempo y por la misma puerta. Fue inexplicable para ella por qué una acción tan cotidiana le llamó la atención. Él no era ningún Apolo ni ella una Afrodita, pero algo en ellos se veía diferente, eran dos seres que actuaban en el mismo plano y tenían el mismo peso anímico, sus personalidades definitivamente eran afines, su físico sin ser bello resultaba atractivo y como pareja su aspecto era inmejorable,

Al pisar la acera él dobló hacia la izquierda, ella hacia la derecha. Aunque por extremos opuestos de la cuadra, al mismo tiempo atravesaron la bocacalle. Obviamente no iban a dar la vuelta a la manzana y la deidad que estaba decidida a provocar el encuentro, convocó a Eolo el dios del viento y él siempre listo a cambiar su dirección para provocar trastornos, accedió gustoso.

Así que cuando los jóvenes alcanzaron la siguiente esquina, al cielo lo oscurecieron negros nubarrones y de pronto se soltó un aguacero tan fuerte que no podían hacer otra cosa que buscar resguardo.

Consternados, voltearon hacia ambos lados y el único refugio plausible era la marquesina de un negocio que para su desgracia quedaba lejos, a mitad de la larga calle. No dudaron y agachados corrieron sin ver más que donde pisaban, casi chocan al encontrarse. “Perdón”, dijeron los dos y esbozaron una sonrisa que más parecía un gesto de impaciencia. Allí quedó todo.

Enojado, Eolo mandó una granizada tan tupida que por instinto ambos retrocedieron hasta lo más profundo y al centro de la marquesina, de espaldas y con los ojos cerrados, como si eso pudiera protegerlos. Al abrir los ojos se dieron cuenta de que poco faltaba para que sus narices se tocaran.

La deidad satisfecha se frotó las manos y pensó: “Ahora él la besará”; pero para su martirio sólo rieron al verse en esa posición tan comprometida. Tan abruptamente como había empezado, el agua cesó y después del comentario obligado de lo inesperado de la tormenta, sin una palabra de más, los dos retomaron su camino, él siempre hacia la izquierda, ella hacia la derecha. Tras ver fracasar su plan, la deidad se dijo: “¡Qué tonta he sido!, debería haber convocado a Cupido.

Mientras tanto la joven al entrar a su casa, se miró en el espejo que había en el recibidor. “¡Dios mío -exclamó-, estoy hecha un esperpento!”. El rímel se le había escurrido por los goterones de lluvia y su largo pelo empapado caía lacio y sin gracia a los lados de la cara. La coquetería de mujer se impuso y pensó: “Menos mal que es improbable que vuelva a encontrarme con el único hombre que me vio en esta facha”.

Pero la semilla ya había sido plantada y al día siguiente, a la misma hora, del mismo edificio y por la misma puerta salieron juntos, se reconocieron y se saludaron.

Ella mencionó con coquetería: “¡Qué vergüenza, ayer me vio hecha un esperpento!”. “Sí -concedió él-, pero las manchas del rímel sólo subrayaron el brillo y la sonrisa que había en sus ojos”. Amoscada, ella replicó: “Es que mis ojos se reían de usted. Su aspecto también era pésimo, parecía un gato recién rescatado de un naufragio”. “Eso sí ya fue dicho con saña”, apuntó el joven. “Tampoco fue muy gentil de su parte admitir que yo estaba hecha un esperpento”, se defendió la chica. “Tiene razón, perdóneme, para desagraviarla y ‘desfacer este entuerto’, como habría dicho don Quijote a su Dulcinea, le suplico que acepte tomar un café conmigo”. Sonriendo, ella aceptó. “Vayamos a nuestra marquesina salvadora”, propuso él y agregó: “Tarde me di cuenta de que estábamos bajo la marquesina de un café”.

Al entrar resultó que no era un café sino un bar muy concurrido. Era viernes y hora de salida del trabajo. Él se detuvo y dijo: “Dudo que a esta hora nos sirvan un café”. “Pues tomemos una copa -contestó ella-, total hoy es viernes y la semana ha sido muy pesada en mi trabajo”. “Bien dicho -contestó él. Mi semana también ha sido agotadora, a los dos nos vendrá bien la copa”.

No fue una copa, fueron varias. Ella dijo llamarse Mayla Barcena y trabajar en un bufete de investigadores como traductora del inglés y el francés al español. Él se llamaba Ernesto Vásquez y era corredor de bolsa en un despacho del piso 14 del mismo edificio. Durante horas hicieron intercambio de pecados, gustos, dichas y pesares. Ninguno de los dos tenía prisa ya que vivían solos y cerca de sus trabajos, aunque en dirección opuesta.

Hablaron de literatura, puesto que los dos eran lectores empedernidos; les gustaba la música clásica y asistir a los conciertos. Era mucho lo que tenían en común y las horas pasaron volando. Aunque nunca se puntualizó, la cita a la salida del trabajo se volvió rutina, tanto que los sábados y los domingos se extrañaban porque los viernes tomaban la copa y entre semana iban al cine, o a caminar un par de horas, o se metían a escarbar en una librería de segunda mano; allí pasaban largas horas y siempre salían con uno o dos libros que después intercambiaban para comentarlos.

Un lunes de principio de quincena, Ernesto llegó de mal humor. Eso no hubiera sido extraño en un fin de quincena porque ambos estresados estiraban el dinero al máximo. ¿Pero a principios? Resultó que le habían informado al momento de pagar la renta que el edificio en donde vivía sería derruido y tenía dos meses para cambiarse. Era un problema. Hacía años que vivía allí y encontrar otro sitio igual de barato sería muy difícil. Ella, que también estaba harta de la invasión de cucarachas de su edificio, propuso: “Oye Ernesto, somos muy afines, que tal si nos cambiamos juntos y compartimos los gastos. Los dos somos ordenados, seremos buenos compañeros, si vivimos juntos podríamos buscar uno más grande, con dos recámaras y cuando menos una sala de estar”. A él se le iluminó la cara cuando añadió entusiasmado: “Que tenga una cocina de buen tamaño, a mí me gusta cocinar y no se tú, pero yo estoy harto de la comida rápida calentada en el horno de microondas”.

El siguiente sábado alquilaron bicicletas desde las 8:00 de la mañana y con el periódico del aviso oportuno en la mano ya previamente circulado, buscaron un lugar cerca del barrio en que trabajaban. Fue inútil, lo poco que había era demasiado caro.

La deidad a punto estaba de darlos por un caso perdido y olvidarlos; pero en esa coyuntura cabían nuevas esperanzas y decidió intervenir una vez más, dispuesta a convocar a cuanto dios fuera necesario para cambiar las vidas de esos dos seres. La formalidad y la parquedad que los caracterizaba, lo merecían.

El domingo, carentes del optimismo del día anterior, salieron sin rumbo fijo. De la nada apareció un ciclista; no sabían que era el dios Hermes, el mensajero de los dioses. Lo siguieron: se alejaron de sus rumbos, iban callados aparentemente distraídos y volvieron a la realidad en el momento en que frente a ellos estaba un atractivo anuncio en que ofrecían el último departamento libre del edificio con la renta rebajada. “¡Ernesto!”, exclamó ella. “¡Mayla”, espetó él. Y al unísono dijeron: “¡Mira qué maravilla!”.

El departamento era ideal: dos recámaras y un amplio hall con salida a una terraza pequeña. Ambos pensaron que una mesita y dos sillas cabrían bien. La cocina equipada era de buen tamaño.

“Está lejos de la oficina”, comentó él. “Sí. Pero en la esquina está una estación del metro”, replicó ella. “Está en el quinto piso y sin elevador”, dijo él. “Sí. Pero los dos estamos jóvenes, nos servirá de ejercicio”, contestó ella.

El día de la mudanza, la deidad -que era la eterna enamorada del amor- estaba al pendiente de cada movimiento. Era extraño. Se llevaban bien, compartían sus cosas y también su soledad; y sin embargo el atractivo sexual entre ellos aún no existía. Consultó con Artemisa, la diosa protectora de los matrimonios, las muchachas, las mujeres casadas y el romanticismo, mejor conocida como Selene, la diosa de la luna. Con Apolo, el protector de los hombres jóvenes, gran amante y dios del sol. Ambos opinaron que necesitaban tiempo para reaccionar ante la intimidad. “Déjalos -aconsejaron-, no los fuerces”.

Durante los primeros días, estaban tan endiosados con su hábitat que no notaban los lógicos e inevitables encuentros en paños menores. Cosa que desesperaba a la deidad menor que los apadrinaba, ella ante su fracaso se sentía capitidisminuida hasta la insignificancia, así que para la siguiente noche de Luna llena, fecha en que la diosa Artemisa o Selene envía sus románticos efluvios a los enamorados, ella recurriría a Cupido que de buena gana les lanzaría una flecha.

Esa noche de Luna llena los encontró sentados en la minúscula terraza ante dos copas de jerez y al estar tan alto y lejos del mundanal ruido, les daba la sensación de flotar en un pedazo del jardín del Edén. No hablaban, no tomaban, sólo admiraban la esplendida luna, que con su pálida luz los aislaba del resto del mundo. Ernesto rompió el silencio, tomo su copa y dijo: “Brindemos Mayla porque la vida siempre generosa nos juntó y forjó entre nosotros una verdadera amistad”. “Sí -contestó ella. Al tener un amigo los goces se duplican y las penas se dividen...”.

El enojo de la deidad se extinguió ante esa verdad tan inapelable. Tuvo que reconocer a la amistad. Sólo Hades, el dios de la muerte, puede interrumpirla.

La fracasada deidad encogió los hombros y para consolarse se dijo: “Después de todo, lo que yo quería era juntarlos”.

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