E N una mañana de junio del año pasado, Christopher Hitchens sintió el primer mordisco de la muerte. Despertó como si estuviera encadenado a su propio cadáver: vaciada la caverna del pecho, la sentía rellena de un cemento duro y sin vida. Era el anuncio de que su viaje final había comenzado. Bueno, empezó en silencio mucho antes, pero ahora era ya el último tramo. Los doctores no lo engañaron con esperanzas: celebraría un cumpleaños más, si acaso, dos. Su primer reflejo fue la negación: seguir su vida como si nada, retomar las rutinas y hacer como si no hubiera escuchado el aviso del cáncer ni conociera los territorios que ya había conquistado en su cuerpo. No sintió rabia ni se hundió en la depresión. Si le hubiera preguntado al universo, ¿por qué yo?, el cosmos habría respondido, ¿y por qué no? El polemista no podía darse el lujo de consolarse con el engaño. No se recriminaba. Es cierto que pudo haber invitado a la muerte fumando hasta en la regadera, pero tampoco se lamentaba de sus años. Prendí la vela desde ambas puntas, decía. La luz ha valido la pena. La sensación que lo ocupaba era, más bien, la tristeza, la pena de no asistir a la boda de sus hijos ni poder leer el obituario de Henry Kissinger.
Recorrió el último trayecto de la única manera que sabía vivir: conectando las expresiones de su pasión vital: pensando, hablando, escribiendo. Para Hitchens vivir era combatir. Respirar fue para él dar guerra con las armas de la inteligencia independiente. Vivir es vivir contra todo lo que nos amenaza, contra todo lo que nos engaña. En ningún hombre de nuestro tiempo ha latido el espíritu de controversia como en él. Con Hitchens, muere el mayor polemista de nuestro tiempo. Enemigo de Dios y los correctos; de la Madre Teresa y de todos los fascismos; de los Clinton y los bien pensantes. Cazador de charlatanes, exhibidor de idiotas, aguafiestas de intensos entusiasmos. Un hombre constituido para la discusión. Pónganme en una mesa con un cenicero y una botella de whisky. Colóquenme a alguien en frente y estoy preparado para tomar la posición contraria y sostenerla hasta batir a mi adversario. Nadar sólo si es contra la corriente, respirar riñendo con el aire, caminar siempre cuesta arriba. En la gira por los Estados Unidos para presentar su brillante manifiesto ateo pidió que en cada plaza se convocara a algún líder religioso, a un sacerdote, a un rabino, un imán. No quería presentar su libro en sociedad, quería que sus argumentos enfrentaran a su contrario. Así, la gira no era una fiesta de elogios sino un torneo. Competencia en la que siempre lograba imponer su inteligencia, su lucidez, su veneno. Si tienes oportunidad de discutir con Hitchens, advertía su admirador Richard Dawkins, no lo hagas.
Martin Amis, en el cariñoso prólogo que preparó a uno de sus libros recientes, recordaba a Nabokov quien era incapaz de encontrar naturalmente la elocuencia. Sólo en la escritura conseguía la expresión. El novelista reconocía que sus entrevistas eran un desastre y sus conferencias insoportablemente aburridas. Explicando su torpeza, decía que pensaba como un genio, que escribía como un autor talentoso y hablaba como un niño. Amis cree que lo contrario puede decirse de Hitchens. Pensaba como un niño, escribía con brillantez, pero hablaba como genio. Una computadora que recuperaba citas, datos y pasajes de la nutrida biblioteca de su memoria para disparar argumentos, réplicas y burlas a la velocidad de la luz. Ahí, en la combustión de la elocuencia espontánea, salía a flote el gran artista de la rivalidad. En Hitchens, la polémica encuentra su sitio como una de las bellas artes. Arte de fuerza y sutileza, destreza de memoria e imaginación; artillería de palabras que depende del oído; deporte de precisión y contundencia. Retórica del combate: demostración e ironía, agria lógica. Hitchens era implacable, irrespetuoso, demoledor, despiadado, corrosivo, insultante, desfachatado. Nadie lo acusó de compasivo.
Es cierto lo que dice Martin Amis. El genio de la polémica fue más un hombre de convicciones que de ideas. Su pensamiento no dejó de ser nunca binario, elemental: ideológicamente infantil. A pesar de su extraordinario refinamiento, de su organizada biblioteca, de esa agilidad de la imaginación que le permitía conectar lecturas y experiencias en un instante, Hitchens fue una inteligencia política elemental. Se ha subrayado mucho su mudanza ideológica: en su juventud fue voluntario en la Cuba revolucionaria, en su madurez defendió la guerra de Bush hasta el final. El recorrido que revelan estas estaciones habrá sido largo pero lo marca una persuasión idéntica y el mismo ánimo beligerante. Hitchens no dejó de ser un trotskista: creía que la historia, tarde o temprano, resolvería las disputas del hombre y le daría la razón a la razón.
Cada artículo, cada diatriba, cada polémica, cada reseña de Hitchens celebraba la inteligencia vital. Demostró el doble valor del crítico. La valentía que el pensar honesto exige, el mérito de la lucidez. Ya hace falta.
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