El cuerpo de Gaddafi ensangrentado, semidesnudo, vapuleado. No había manera de no verlo. Durante las horas en que nadie acertaba a confirmar nada, lo único que todos anhelaban era la imagen. Que certificara la muerte o la aprehensión. Ver para creer, pues, que seguimos en la línea del apóstol Tomás.
La caída y muerte del líder libio dice mucho del estado de nuestras sociedades y su periodismo. Final casi inesperado a un conflicto que se venía prolongando. O demasiado abrupto para las disposiciones de la atención mundial.
Pocos medios de comunicación y agencias informativas habían podido sostener presencia in situ durante las varias semanas en que los rebeldes -y sus ayudas externas- fueron acorralando al dictador precipitado en desgracia. Por costos o por decisiones editoriales. Así que cuando se aceleraron los acontecimientos en Sirte no había quién narrara. ¿Estaba muerto? ¿No? ¿Lo atraparon? ¿Estaba malherido? Confusión. Al-Jazeera tenía a sus reporteros afirmando la muerte de Gaddafi a cuadro, y en subtítulos la leyenda de que lo habían y malherido. Confusión.
Las redes sociales hervían, porque así nos informamos ahora: se presencia la noticia mientras se va construyendo. News in the making. Ya no recibimos el producto terminado, presenciamos cómo se cocina: con datos contradictorios, desmentidos, agregados... Y en ese proceso participamos todos: los que reportean, los que comentamos, los que amplifican. La noticia en tiempo real, desde un vértigo que se acomoda, hasta el momento en que la foto confirma: está muerto. No sólo está muerto; fue golpeado, arrastrado, humillado. Es historia. El fin del terror, dijeron otros. La mano que empuñó el arma dorada, dijeron todos.
De la confusión debió brotar el periodismo. Las decisiones. ¿Cómo contar una historia caótica? ¿Qué mostrar? Pero, la verdad sea dicha, se impuso el periodismo revancha.
Un recorrido por las primeras planas de los principales diarios del mundo y, sí, las imágenes del rostro de Gaddafi ensangrentado, el cuerpo amoratado, la muerte exhibida. No cualquier muerte. La que es venganza y revancha. Dijo bien Jesús Silva-Herzog en Twitter: "ni al tirano me gusta ver morir". ¿Somos capaces de tratar con dignidad incluso al más abyecto de los humanos? Por ahí brotaban las risas: ahora resulta que a Gaddafi le violaron sus derechos humanos. Juar juar juar. Y qué, ¿negarle al tirano sus derechos nos lo permite nuestra superioridad moral?
Qué difícil defender lo que la víscera dicta en contrasentido. ¿Recuerdan el debate sobre las fotos del cuerpo de Beltrán Leyva expuesto, mancillado, humillado? Tomarlas y publicarlas, sin contexto, sin advertencia, fue un desastre. Las muertes subsecuentes lo demostraron, sin piedad. En el caso Gaddafi hay que reconocer que algunos medios le pensaron. En su Blog de Editores, la BBC explicó a sus lectores por qué publicó las imágenes de un Gaddafi ensangrentado y destrozado, desde "una confusa historia en la era de los teléfonos móviles y las imágenes instantáneas". Muchos medios advirtieron sobre lo gráfico de las imágenes, con la opción de no verlas. Otros las aventaron sin decir agua va. Y algunos más optaron por un enfoque más humano o explicaron el porqué de la publicación.
La calidad de nuestras civilizaciones se define también a partir de la capacidad que tengamos de proteger los derechos de los indeseables. Si mostrar el cuerpo abatido de Gaddafi permitía entender la forma en que el dictador había caído de todas las gracias, entonces que el contexto lo explique. Si permitía explayar la revancha ante el tirano destruido, entonces que los dioses nos ayuden a diferenciar entre tirios y troyanos. Que de pronto el ojo por ojo se volvió mundial, el regocijo global. Y todo ahí, en el cadáver del dictador.