"La decisión del embajador norteamericano Carlos Pascual de renunciar a su puesto, es sólo una pausa en un batallar de complejidad creciente"
Lorenzo Meyer
Desconfianza. Carlos Pascual, embajador de Estados Unidos en México, renunció tras apenas año y medio en el cargo. Las autoridades de nuestro país hicieron saber que le habían "perdido la confianza" al descubrir, como resultado de la filtración de algunos de sus despachos por WikiLeaks, que el hombre de Washington en la Ciudad de México había hecho críticas severas a instituciones y personas del gobierno mexicano. En realidad, esos despachos destapados por la filtración también mostraron que, en la relación embajada-gobierno mexicano, Pascual fue el primero en perder la confianza. Llegado el punto en que fue público y notorio que en la interacción cotidiana entre funcionarios de México y de Estados Unidos, eran muchos los que desconfiaban unos de otros, el embajador cortó por lo sano y renunció.
. En el pasado ya hubo un caso que demuestra bien los alcances y límites que se abren al sustituir al embajador en una coyuntura crítica. Durante la primera parte del gobierno del presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928), el embajador norteamericano James R. Sheffield le hizo la vida imposible al presidente mexicano y viceversa. Y es que Calles envió al congreso una ley reglamentaria del petróleo que el embajador y las empresas petroleras extranjeras consideraron inaceptable por retroactiva. Y por si lo anterior fuera poco, Calles mostró simpatías por los liberales nicaragüenses de Juan Bautista Sacasa, que para los norteamericanos era un enemigo a destruir. Exasperado, en 1927 Sheffield aconsejó a Washington mayor dureza con México e incluso sugirió el uso de la fuerza si Calles decidiera obligar a las petroleras a suspender operaciones por no cumplir con lo dispuesto por la nueva ley. Sin embargo, el presidente Calvin Coolidge prefirió cambiar de embajador y pedirle al nuevo, Dwight Morrow, que persistiera en la defensa de los intereses norteamericanos, pero sin llegar a un nuevo conflicto armado, pues la oposición en Washington -los demócratas- no apoyarían el duplicar en México lo que ya hacían los marines en Nicaragua en su lucha contra César Augusto Sandino y sus guerrilleros.
Morrow cumplió. Estudió el caso, se mostró en extremo afable con Calles, ensalzó su política educativa y de obra pública, no criticó la guerra contra los cristeros, financió el mural de Diego Rivera sobre Zapata en Cuernavaca -donde adquirió una casa que llenó de artesanías mexicanas- y patrocinó un vuelo a México del famoso piloto Charles Lindbergh como parte de una campaña de relaciones públicas. Al final, Morrow logró que Calles modificara la ley petrolera al punto que el borrador de la misma se redactó en la propia embajada norteamericana y le quitó todo su filo, aunque mantuvo una modificación simbólica a favor de México: que las empresas tuvieran que cambiar sus títulos originales -los dados en el Porfiriato- por unos nuevos, donde sus derechos aparecían como meras concesiones, pero sin que ello significara cambiar la realidad.
En la difícil relación entre México y su poderoso vecino del norte lo ideal sería que pudiera ocurrir lo opuesto a lo enunciado en el título de esta columna: que desaparecieran los actuales problemas entre los dos países y que, como consecuencia, se afianzara la permanencia del embajador norteamericano, cualquiera que fuese. Sin embargo, hasta hoy lo que está claro en la relación entre los dos países que comparten el Río Bravo, es que los conflictos entre ellos, envueltos por una malla de relaciones bilaterales cada vez más compleja, se arraigan.
La salida de Carlos Pascual, presentada como una decisión personal y no como respuesta a una petición de Felipe Calderón, no sólo puede lavar parte de las "afrentas" que aparecieron en los despachos del embajador y dados a conocer por WikiLeaks -que en México la lucha contra el crimen organizado está desorganizada, que la corrupción es omnipresente, que el Ejército no actúa como la embajada quiere, pero la Armada sí, que los cuadros del partido blanquiazul son grises, etc.- sino también puede servir para desdibujar temas incómodos aún más recientes: los vuelos de reconocimiento de aviones norteamericanos no tripulados en territorio mexicano, el fracaso de la operación "Rápido y Furioso" que dejó entrar dos mil armas a México y luego les perdió la pista o que los agentes norteamericanos en México interfieren teléfonos y operan armados, pese a las disposiciones legales en contra, (The New York Times, 16 de marzo). Sin embargo, y por otro lado, la sustitución del embajador puede pasar de supuesta solución a nueva dificultad, pues en el congreso estadounidense hay quien puede hacer muy prolongado, complicado y condicionado el nombramiento del sustituto de Carlos Pascual.
. Independientemente de quien sea el próximo embajador, la agenda entre México y su poderoso vecino del norte está compuesta por temas que, a su vez, contienen cuestiones de difícil solución. Desde la perspectiva mexicana, el gran dilema es la naturaleza extrema de la integración económica con Estados Unidos -ese país es el destino y origen del 75% de nuestro intercambio con el exterior, y mientras la inversión directa mexicana en Estados Unidos es de apenas ocho mil millones de dólares, la norteamericana en México es de casi cien mil millones-, lo que significa una dependencia con pocos paralelos en el mundo.
Por otro lado, esa dependencia, no hizo realidad la promesa de crecimiento sustantivo de nuestro PIB y que fue hace 18 años la justificación de los neoliberales para firmar el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte. Según el Banco Mundial, de 1994 a 2010, el crecimiento promedio anual del PIB mexicano ha sido de 2.2%. Si deducimos el incremento de la población, entonces el crecimiento real apenas si supera el 1% anual. Comparando nuestro caso con China, India o Brasil, el resultado es un auténtico desastre. Un ritmo tan lento, aunado a una feroz concentración de la riqueza, hace que el acabar con la pobreza en México -nuestro principal problema social- se posponga hasta las calendas griegas.
Desde la perspectiva estadounidense, y según lo planteó el presidente Barack Obama en Chile, el tema más importante en la agenda Estados Unidos-América Latina es el combate a las organizaciones criminales que trafican con drogas, armas y migrantes. Sólo después aparecen los de educación, cultura, libre comercio y ecología, (The New York Times, 21 de marzo). En nuestro caso, Felipe Calderón decidió o se vio llevado a adoptar como propia la agenda de Estados Unidos y lanzó a todas las fuerzas armadas a su disposición en contra de los narcotraficantes locales. En esa lucha Calderón también decidió involucrar directamente a Estados Unidos -Iniciativa Mérida-, pero finalmente el resultado tampoco ha sido el prometido sino un aumento explosivo de la violencia y la pérdida de control sobre zonas importantes del país, y sin que Estados Unidos haya hecho aún un esfuerzo equivalente en su territorio para frenar la distribución y el consumo de drogas e impedir que los narcotraficantes mexicanos se hagan de armas vendidas allá. En fin, que hoy la ONU calcula el valor global del narcotráfico en 320 mil millones de dólares anuales e informa que el consumo de heroína no ha disminuido y muy poco el de cocaína, (La Jornada, 22 de marzo). Además, el propio Obama acaba de admitir que en México los cárteles de la droga se han fortalecido, (Reforma, 23 de marzo).
La migración indocumentada es otra gran dificultad en esta relación binacional. Se calcula que hay seis millones de mexicanos indocumentados en el país vecino del norte. Sin embargo y por ahora, la posibilidad de legalizar el status de esos migrantes allá o de crearles puestos de trabajo aceptables acá, oscila entre mínima y nula.
. En 1927 el cambio de un embajador transformó la atmósfera de la relación México-Estados Unidos, pero nada más. Los intereses de fondo de los estadounidenses se volvieron a imponer sobre los de los mexicanos y se dio un paso atrás en el esfuerzo por hacer realidad la nacionalización del petróleo. Para revertir la situación fue necesario el gran esfuerzo encabezado por Lázaro Cárdenas en 1938.
La lección es clara: en el mejor de los casos y por sí misma, la renuncia de Pascual puede llevar a una modificación de estilo, pero no de fondo en la relación bilateral. Para lograr un cambio de fondo, la sociedad mexicana deberá primero poner en orden la propia casa y luego demandar y apoyar activamente una redefinición del interés nacional que haga real el concepto de soberanía.