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El horror a envejecer

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Jacinto Faya

¡Qué irracional contradicción!: anhelamos vivir mucho tiempo y a la vez no queremos envejecer. Nuestra sociedad de consumo, que entre sus distintivas características tiene el ‘úselo y tírelo’, desprecia a la vejez y adora a la juventud. Quizá sea porque la segunda representa la promesa de un largo consumo, mientras que la primera promete comprar muy poco y para poco tiempo.

En las sociedades más sabias como la azteca, la maya, la inca, la hindú o la china, los ancianos han sido siempre respetados y amados, y se les considera una riquísima fuente de sabiduría. Los países de Occidente le tienen un verdadero horror a la vejez, y si no veamos tanta clase de tratamientos no para alargar la vida sino para no parecer avejentados siendo aún jóvenes o adultos.

Por todo esto, quienes vivimos en países occidentales debemos adaptarnos a nuestro progresivo envejecimiento. Toda persona que pase de los 50 años y más aún, los que ya pasaron de los 60, deberían adaptarse física, emocional y socialmente al irremediable proceso de la senescencia. Esta verdadera y real adaptación será indudablemente una de las bases más sólidas de nuestra presente y futura felicidad.

Para el niño y el joven todo es futuro; en cambio para quien ya está en la década de los 50, el futuro se acorta. Esa reducción del futuro nos debe llevar a tomar conciencia de que nuestros proyectos requieren estar dirigidos a los cortos y los medianos plazos, sin que ello implique la obligación de hacer a un lado los valores y grandes significados de nuestro plan total de vida.

Los infantes y los jóvenes, si desean desarrollar espléndidamente su personalidad, tendrán necesariamente que privarse muchas veces de placeres inmediatos con la finalidad de esforzarse en largos lapsos de tiempo, para después recoger los frutos. Aquél que de niño y de joven no sabe aplazar las ganancias inmediatas, en el futuro recogerá magras cosechas. En cambio para quien ya está en los 50 ó 60 (según la condición física y económica de cada persona), lo más sabio es reservarse cada día momentos para disfrutar plenamente de la vida sin ningún fin utilitarista.

Cuando las décadas se han echado encima de nosotros, lo más sensato es tomar conciencia de ello y pegarnos más al presente.

Si en cualquier edad de nuestra vida el presente es importantísimo, más debiera serlo para toda persona de edad avanzada. En dicha etapa haríamos bien en hacer del consejo de Goethe una de las divisas de nuestra vida. Él dijo que debíamos darle al momento fugaz un valor de eternidad.

En la edad avanzada no solamente debemos otorgar al presente un inmenso valor, sino ir más lejos aún: tratar de vivir cada momento con plena conciencia de nuestro espíritu y de los cinco sentidos. No se trata de convertirnos en sensualistas, pero sí de vivir muchos instantes del día de manera diferente: algunos con una profunda vida espiritual, otros con una finísima sensibilidad intelectual, y unos más con una franca sensibilidad físicamente placentera.

Una de las estrategias más eficaces para vivir felizmente en los últimos trechos de la vida, consiste en otorgarle un alto valor al pasado. Voltear hacia atrás no para recrearnos lastimeramente en lo que fuimos, sino para saborear nuestros logros, nuestros actos heroicos, lo mucho que ayudamos a otros; revivir en nuestra mente los grandes pasajes y sitios en los que estuvimos, los notables encuentros humanos que sostuvimos, los magníficos libros que leímos. En cierto sentido sería cierto para nosotros el dicho popular que afirma: “Recordar es vivir”.

No se trata de permanecer en la nostalgia al rememorar el pasado, como tampoco es cuestión de cerrarle la puerta a un futuro que aún mucho nos puede ofrecer. De lo que estamos hablando es de tener plena conciencia de que nuestro porvenir cada día es más corto y por lo tanto podemos encontrar en los recuerdos del ayer un enorme gozo y tranquilidad. Y que vivir cada momento nos resulta de un valor incalculable, pues a lo ‘fugaz’ le daremos el peso de ‘eternidad’. Esta conciencia nos permitirá disfrutar inmensamente el resto de vida que nos quede.

Reflexionemos en el enorme acierto científico de Darwin cuando expuso que las especies de animales que sobrevivían eran las más aptas, pero esa aptitud no correspondía necesariamente a los animales más fuertes sino a los que mejor se acoplaban al medio y a los cambios físicos de su entorno. Igualmente, la capacidad para adaptarnos a la acumulación de años, nos dará como resultado una vida mucho más feliz.

Correo-e: jacintofayaviesca@hotmail.com

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