Algunos lectores recordarán la frase que da título a este comentario: la pronuncia Mr. Kurtz, ese sádico semidios bañado en sangre, al final de El corazón en las tinieblas, novela en que Joseph Conrad calibró la naturaleza profunda del mal (son más quienes recuerdan a Kurtz como el coronel de Apocalypse Now, la película de Coppola, en la que aparece disfrazado de Marlon Brando).
La literatura y la historia, el testimonio y la ficción, la épica y los libros sagrados, están llenos desde sus orígenes con esta minuciosa fascinación con la infinita pericia que el lado torcido de la naturaleza humana es capaz de convertir en tácticas de terror y, desde luego, hasta en formas de gobierno. El impulso sombrío, obliterado de cualquier resto de humanidad, que mueve a Kurtz es el mismo que se exalta en Stalin, en Hitler, en Pol Pot y tantos otros dictadores, pero también en todo sicario, en estos relapsos biológicos que -parafraseando a la Hannah Arendt de Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal-, lejos de ser sociópatas o víctimas de las circunstancias, asumen que su comportamiento es "normal" y acorde con las reglas impuestas por su "gobierno": ese "gobierno" abstruso que ya domina la república íntima del miedo de la población y poco a poco banaliza lo intolerable.
Recuerdo el abrumador espanto con el que leí El archipiélago gulag (1978), de Solzhenitsyn. La descripción de la complejas formas de tortura que los carceleros diseñaban, con escrúpulo de coreógrafos, para halagar a sus superiores, rebasaban el entendimiento y aun anestesiaban el recurso del espanto o la indignación (porque en español, más que del "horror" de lo que habla Kurtz es del "espanto"). Fue en esos libros ¿o, quizá en alguno de los de Eugenia Ginzburg sobre su prisión en el gulag de Kolyma? (veo que desde 2005 hay traducción al castellano: El vértigo), donde leí una que me pareció la escena más perfectamente ilustrativa de la maldad en estado puro, y que me reservo para no revivirla, pero también para no dar ideas...
Aunque ¿no será más elocuente la escena que describe el escéptico Iván Karamasov en la novela de Dostoievsky (IV, "Rebelión")? Una maldad de "crueldad artística", a tal grado espeluznante que ni siquiera merece el calificativo de bestial ("pues las bestias -dice Iván- jamás son tan crueles como los humanos"); una maldad que, por ejercerse directamente sobre niños y mujeres embarazadas, lo lleva a concluir que "el demonio existe" y que existe porque "el hombre lo ha creado a su propia imagen y semejanza". Y entonces agrega algo que hoy repta, más que nunca, por nuestro propio país: "Nuestro pasatiempo nacional es la satisfacción que deriva directamente de causar dolor... En toda persona, desde luego, está escondido un demonio, el demonio de la ira, el demonio de la lascivia que reeacciona ante los gritos de las víctimas, el demonio de la ilegalidad desencadenada..."
El novicio Alyosha, el menor de los hermanos Karamazov, escucha con estupor las historias de crueldad que su hermano colecciona morbosamente. Cuando Iván termina de narrar la más atroz, se pregunta cómo castigar al culpable. ¿La pena de muerte "para satisfacer nuestros sentimientos moralizantes"? Sí, contesta de inmediato el dulce, agobiado Alyosha: la pena de muerte. "¡Bravo!", grita su hermano, "hasta en tu corazón de buen monje se ha sentado un demonio..."
El espanto, el espanto...