Pierre-August Renoir. El baile del molino de la Galette, 1876.
Las obras de los impresionistas son inmensamente populares y su estilo ha perdurado como influencia para pintores y referencia para el público que sigue cautivado por su colorido. A golpe de pincel haremos un recorrido por los caminos de este estilo clave que anunció el tránsito hacia el arte moderno.
DÍAS GLORIOSOS
Para ser un movimiento artístico que tuvo su apogeo hace más de un siglo, el impresionismo goza de buena salud. Su éxito comercial es rotundo: se puede adquirir un póster de una pintura impresionista a precio moderado en cualquier tienda departamental. Son incontables las casas y oficinas adornadas con alguna imagen impresionista. Más aún, las exposiciones de los creadores de este periodo rompen récords de asistencia en los museos. La última retrospectiva de Monet atrajo a cerca de un millón de personas. ¿Quién podría sorprenderse de semejante popularidad? Hablamos de cuadros con vivos colores que conforman figuras que atrapan y reflejan la luz del cielo y de los campos. A esto se suma el aspecto romántico de los trajes y ademanes del siglo XIX, los bailes a la luz de los faroles, los juegos en el campo, las barcas sobre el agua, los cafés y por supuesto la ciudad de París que brilla melancólica, representada una y otra vez por sus pintores. El presidente Nicolás Sarkozy describió la pintura de Monet como “un emblema incuestionable de la influencia internacional de la cultura francesa”.
Pero no siempre las cosas fueron tan gloriosas. Vamos pues al génesis de la palabra impresionismo. En 1874 se exhibió el cuadro Impresión, sol naciente (1872) realizado por Claude Monet. No era una representación puntual de un lugar (en este caso el puerto de Le Havre) sino en palabras del propio autor “la impresión de un instante”. El crítico Louis Leroy publicó un texto satírico a propósito de esta obra. ¿Qué representa este cuadro? Veamos en el catálogo... ¡Impresión!, bueno, eso es seguro, me dije a mí mismo porque estoy impresionado, debe haber alguna impresión en alguna parte del cuadro... y ¡qué libertad, qué facilidad de trazo! El papel tapiz en estado embrionario está mejor acabado que esta vista marítima. A partir de tal texto se aplicó de manera peyorativa el término impresionista y aunque los pintores afines a Monet aceptaron el mote de buena gana, no fue un inicio muy halagador.
LOS ORÍGENES
¿Por qué al principio la crítica y el público tuvieron una reacción adversa al impresionismo? Pensemos en los paradigmas del siglo XIX, encarnados en la Academia de Bellas Artes que favorecía el realismo y el colorido mesurado y tradicional. Su gran icono, Jaques Louis David, ofrecía asombrosas piezas de pintura histórica donde las finas pinceladas hacían contrapunto con las representaciones anatómicas perfectas.
Una nota discordante a esta visión la ofreció Eugene Delacroix (1798-1863); con él comenzó a trazarse una brecha alterna que llevó a la escuela de Barbizon, la cual surgió alrededor de 1830 y contó entre sus miembros a Millet y Corot, que optaron por representar el campo y la realidad que los circundaba. Esta vocación fue llevada al límite por Gustave Courbet.
Para la década de 1860 el gobierno de Napoleón III era más tolerante, París se encontraba en reconstrucción, poseía una enorme vitalidad y la fotografía era ya una herramienta madura que cuestionaba con su existencia la validez del arte realista. Aun así, la Academia seguía calificando a los artistas con criterios de 50 años atrás, y sus salones oficiales desairaban la presencia de los nuevos pintores. El salón de los rechazados de 1863 proporcionó una sorpresa, ya que atrajo más gente que el oficial. Soplaba un aire de renovación: habían llegado los impresionistas.
COMPAÑEROS AGITADORES
El grupo de pintores impresionistas era activo y variopinto. Desde precursores con afinidades clasicistas como Alfred Sisley, Édouard Manet y Gustave Caillebotte hasta coloristas natos como Claude Monet, Camille Pissarro y Pierre-Auguste Renoir, y dibujantes virtuosos como Edgar Degas y su cercana amiga, la talentosa norteamericana Mary Cassatt. Aunque todos ellos tuvieron rasgos de personalidad y estilo que los hacen únicos, se unieron en grupo con el deseo de cambiar las reglas de la pintura.
En primer lugar decidieron salir al exterior a captar la luz del sol y sus múltiples reflejos en el follaje, el agua, etcétera. Comprendieron que al usar colores puros o casi puros en secciones adyacentes, el ojo del espectador podría mezclarlos y acentuar luces y sombras. Así, por ejemplo se podría prescindir del negro y usar un azul intenso que se interpretaría como oscuro en la cercanía de un segmento naranja. Su estilo era de resultados inmediatos, no las viejas técnicas que requerían tiempos de secado y velos suaves de color que creaban una superficie lisa. Sus pinceladas eran frescas y brindaban dinamismo a la obra. Cabe mencionar que semejante programa de trabajo no habría sido posible sin las innovaciones tecnológicas de la época: el óleo prefabricado y comercializado en tubos, los colores sintéticos y la publicación de los estudios de teoría del color de Chevreul y Ogden Rood.
A esto agregamos su deseo por representar la vida cotidiana, el movimiento y las perspectivas inéditas inspiradas por el arte japonés que llegaba de Oriente a través de grabados que impactaron profundamente al grupo impresionista.
Con artistas de esta categoría en perpetua discusión no es de extrañarse que hayan surgido obras maestras: Un bar en el Folies-Bergère (1882) de Manet, con su juego de reflejos que mete al espectador como un actor más del cuadro. O el magistral El baile del molino de la Galette (1876) de Renoir, sinfonía de reflejos y destellos que bailan junto con las personas que representa. Son ya épicas las inmersiones de Degas en el ballet, quien deconstruyó los movimientos de las bailarinas con dibujos prodigiosos, y la extensa serie de madres e hijos representadas con extraordinaria ternura y empatía por Mary Cassat.
Un sitio especial lo ocupan las espectaculares series sobre la catedral de Rouen y el jardín de Giverny pintadas por Monet, que tal vez llegó más lejos que cualquier otro impresionista, realizando una inmersión profunda y radical en el mundo del color. Monet en pleno paroxismo declaraba: “He descubierto por fin el verdadero color de la atmósfera. Es violeta. ¡El aire fresco es violeta!”.
EL LEGADO
Fue el fotógrafo Gaspard-Félix Tournachon, mejor conocido como Nadar, quien reconoció la importancia de la obra de estos artistas y patrocinó sus esfuerzos, creando un nuevo salón que cerraba las puertas a la crítica oficial. Era un golpe de estado a la pintura del último medio milenio. Las reglas y los tiempos habían cambiado. Y la premisa era sencilla: plasmar lo que se ve, captar el momento.
El impresionismo es un arte que no ataca asuntos existenciales ni grandes retruécanos filosóficos. Brilla con la fugacidad del instante. Pero al querer atrapar la luz que habita un momento especifico en el devenir del tiempo, el pintor se ve obligado a romper la superficie de la forma en cientos de trozos que reflejen dicho cambio. No puede detenerse en el detalle ni el ornamento, el color avanza y gira con el ritmo del viento, las personas que habitan sus cuadros se ofrecen borrosas, sin poses ensayadas. Es el triunfo del movimiento, donde las reglas inamovibles pasan a un segundo término.
No sólo hablamos de un estilo sino de una genuina escuela. La generación que se gestó y se alejó de la primera camada impresionista contiene cuatro grandes nombres: Georges Seurat, que quiso hacer una ciencia verdadera del color y la luz; Paul Gauguin que abandonó la pintura al aire libre para buscar símbolos arcanos que hila en planos sobrepuestos; Paul Cézanne, que hizo de los cuadros construcciones armónicas donde la forma y color se concatenan; y Vincent van Gogh, que capturó su dolorosa y mística realidad interior.
Aquí están los gérmenes del expresionismo, el cubismo y la pintura abstracta. Se habían acabado los paradigmas de la gran tradición de la pintura, los temas heroicos, el virtuosismo como un fin en sí mismo. El creador hurgaba en su individualidad y su poder perceptual. Dialogaba, debatía, se alimentaba de los avances científicos. Pintar era ya un ejercicio libre, espiritual e intelectual: el impresionismo había parido al artista moderno.
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ENLACES EN LA RED
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