E L relato es estrujante. Él, es conducido cargando una pesada cruz. Algún bribón, leí hace poco, puso en venta clavos que decía eran los que se usaron en la crucifixión de Jesús. Se atrevía a ponerlos a la vista, tratándose de dos clavos herrumbrosos, retorcidos, como el alma de ese negociante. La tradición nos decía que fueron enterrados en la palma de cada una de las manos. Estudios científicos que se dieron a conocer años atrás señalaban que los clavos debieron atravesar las canillas, entre el radio y el cúbito, para sostener el cuerpo de los cuitados que en los tiempos de los césares eran clavados a los maderos de una cruz quedando, literalmente colgados de los brazos, que casi les impedía respirar, pues sus pulmones, dada su postura, no podían dilatarse.
No era algo raro ver la calzada colmada de cruces donde los condenados permanecían hasta que por la putrefacción de la carne se desprendían. La sed agobiante hacía su trabajo. Ahí eran amarrados de varias partes del cuerpo, ya que no todos eran sujetados con clavos. A los costados de la cruz de Cristo se erigían las de Dimas y Gestas, que purgaban así sus delitos. Es cuando, en un cuadro de los más conocidos, el primero le pide que lo lleve consigo a gozar del reino de Dios, mientras que Gestas se burla diciendo que si no puede salvarse Él, menos va a poder ayudarlos a ellos.
Ahora recuerdo que en una pequeña capilla o capellanía o parroquia de un templo ubicado en las Lomas de Chapultepec una inscripción en uno de sus muros atrajo mi atención. Eran unos versos cuyo autor era anónimo o que se desconocía quién pudiera ser, mencionándose en aquel entonces a Lope de Vega, dramaturgo y poeta español. Tan bellos que me dejaron impresionado y estando en Semana Santa me permito copiarlos aquí para satisfacer el más exigente de los paladares literarios, a los que no son creyentes les doy mis sinceras condolencias mas no disculpas, después de todo también gozarán de su lectura. "Soneto Cristo Crucificado.
No me mueve mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte/Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido; muéveme tus afrentas y tu muerte/ Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera ". (Disfrutemos releyendo)
Se han fijado, que unos artífices de Cristo Crucificado, le colocan el rostro volteado hacia la derecha, los más, y otros hacia la izquierda y hay crucifijos en los que se le ve con la faz hacia el centro. Bueno, pues es al gusto. Igual sucede con los pies que en unas representaciones se ven clavados ambos por separado y en otras el pie derecho encima del izquierdo.
En la parte superior se observa una madera en que se reproduce el acróstico INRI, que corresponden en latín a: Jesús de Nazareno, Rey de los Judíos. Pero ¿que hace Jesús en esos momentos?, ¿en qué piensa?, si es que aún es capaz de sentir otra cosa que no sea el dolor que le causan sus heridas. Él es Jesús, hasta el final. Imaginemos a los que frente al justiciero Pilato alzaron los brazos pidiendo la libertad de Barrabás. La cara retorcida, el puño cerrado, la mente enceguecida. Están contentos por la forma en que se desarrollaron los acontecimientos. La maldad hubo de triunfar. Mas no se daban cuenta que su participación estaba escrita, de otra manera, las cosas hubieran sido diferentes. Y es en el instante en que desde la cruz Jesús pronuncia las siete palabras. Llama la atención la cuarta, Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?
Creo que esa frase, que surge de lo más profundo de un ser que sufre, no es otra cosa que el grito exasperado de quien no sólo goza de la divinidad sino que tiene que aguantar su parte humana. Supo soportar sin mostrar dolor en la flagelación, cuando es llevado a un poste y azotado cruelmente, por la mano de sus verdugos. Nada dijo cuando le colocan la corona de espinas que rasgan su piel.
Ni una palabra salió de sus labios cuando es conducido al monte calvario llevando sobre sí la pesada cruz. Ni cuando lo clavan sobre la cruz. El dolor debió ser insoportable. Son casi las tres de la tarde de ese infausto día. Quienes le siguen sus gestos advierten que le es difícil respirar, levanta un poco sus ojos al cielo y aún se alcanza a oír que clama el por qué lo han dejado experimentar los dolores de un ser humano y es ahí cuando el más profundo misterio rodea el hecho. ¿Es abandonado como Él cree? ¿Dios se olvida de su hijo? Lo que como humanidad nos preguntamos con frecuencia, ante la serie de atrocidades que ocurren en nuestro entorno, ¿estamos abandonados de la mano de Dios?, Ante la ferocidad con la que tratamos a nuestros hermanos ¿estaremos llegando a los últimos días? ¿Habremos colmado su paciencia? ¿Se estará convenciendo de que los humanos somos un eterno fastidio, sin redención posible?, ¿estarán por escucharse las trompetas del Juicio Final?