Las elecciones que acaban de pasar en los cuatro Estados de la República han provocado, como era previsible, una oleada de comentarios. Los resultados contundentemente favorables al PRI en los Estados de México y Coahuila mostraron que las mañas del viejo PRI están tan vigentes como en los viejos tiempos.
Las estadísticas revelaron, empero, un alto índice de abstención. En la proporción que sí participó pudo apreciarse la movilización de contingentes priistas que dieron el triunfo al partido que ahora lucía como oficial en cada uno de dichos Estados.
Las normas de buen comportamiento electoral fueron rotas. Se gastaron sumas millonarias superiores a las autorizadas en las campañas. Habría material suficiente para sustanciar ante el Trife la anulación de ciertos resultados.
Quedaron burlados los esfuerzos que hace años invirtió la ciudadanía precisamente para acabar con ese método de manejo de la voluntad cívica y para montar las instituciones y los instrumentos legales para hacer que el país avanzase hacia nuevos modelos políticos en que primero, las elecciones fuesen limpias y respetables y, en segundo lugar, que la participación de los ciudadanos fuese efectiva.
Hoy existe el IFE y el Tribunal Federal Electoral, tenemos un padrón confiable y la credencialización con fotografía para garantizar la seriedad de los comicios. Hay algo, sin embargo, que no funciona. El proceso que se esperaba plenamente ciudadanizado fue metódicamente secuestrado por una partidocracia que hoy impide alcanzar la plena participación ciudadana en las decisiones.
Los partidos que han interceptado la evolución hacia la democracia, ahora aparecen ante la opinión pública como organizaciones sin otro interés que captar votos a como dé lugar. Esto en sí pudiera llevar simplemente a la confusión que se advierte en la carencia de propuestas y planteamientos de rumbo.
La situación es más grave aún. Los esfuerzos por llevar a la comunidad nacional hacia el ideal de alcanzar estadios superiores están quedando frustrados por el simple hecho de que en la inoperancia de los partidos, asoma el verdadero y serio peligro de un lamentable retroceso hacia formas que creíamos ya superadas.
El Estado de México, por ejemplo, por todos señalado como el laboratorio del proceso electoral federal, demostró que lo antes mencionado no es especulación, sino una realidad. Hay, sin embargo, un rechazo generalizado por todo el país a que esto suceda. Este repudio es real.
Esta situación fundamenta la teoría de las alianzas entre partidos que se oponen al estilo clásico del PRI de manejar la política a base de colusiones, utilización de las masas electorales fácilmente cooptables a base de dádivas y manipuleos y despliegue astronómico de recursos.
Hay intereses nacionales que deben situarse por encima de las estrategias electorales inmediatistas de los partidos. Tal visión resuelve el problema de los opuestos ideológicos que puedan tener los partidos que en aras de evitar un retroceso deciden aliarse con el objeto de impedir el gran resbalón hacia atrás, hacia el pasado. En Oaxaca, Puebla y Sonora se utilizó esta estrategia con pleno éxito. El PRI fue desterrado y ahora depende de los gobernantes mostrar que esos estados no están condenados a continuar con el perverso esquema de colusiones perversas con todo tipo de mafias incluso las más repugnantes.
En realidad el PRI no promete ninguna solución a los grandes problemas que todavía están por atenderse, simplemente censura la administración panista y alega que no cometerá lo que llama los "errores de Calderón". De regresar el PRI a Los Pinos, no podemos esperar sino una reinstitucionalización de los métodos que lo perpetuaron 70 años.
Los que nos oponemos a que esto suceda, podemos ver en las alianzas una fórmula probada que responde a una innegable necesidad.