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EL SÍNDROME DE ESQUILO

LA CÁRCEL DE LOS SENTIDOS

VICENTE ALFONSO

A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso (...) El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia", reza el inicio de El Laberinto de la Soledad.

En el núcleo de nuestra percepción del universo estamos confinados en el yo, incapaces de romperlo. "Nuestra cárcel es el mundo de la vista", dice Platón. Pero esa cárcel es, al mismo tiempo, el único puente entre nosotros y el mundo: los sentidos son los instrumentos que nos sirven para sostener una relación con lo que nos rodea. Nada externo llega a nosotros si no es a través de ellos. Pero la percepción no es una apropiación mecánica de lo que ocurre afuera, es una mezcla en la que participan estímulos del exterior, el pasado inmediato, la experiencia, los intereses e incluso los deseos.

Nuestros sentidos suelen engañarnos: el niño cierra los ojos para esconderse, convencido de que mientras no los abra, nadie podrá verle. En una reacción parecida, muchos nos sorprendemos las primeras veces que escuchamos nuestra voz en una grabadora. En un texto breve titulado Lo siniestro, Freud recuerda el efecto que nos produce la propia imagen cuando se nos presenta inesperadamente: "Una vez estaba sentado, solo, en un compartimiento del coche dormitorio, cuando, al abrirse por una sacudida del tren la puerta del lavabo contiguo, vi entrar a un señor de cierta edad, envuelto en su bata y cubierto con su gorra de viaje. Supuse que se habría equivocado de puerta al abandonar el lavabo que daba a dos compartimientos, de modo que me levanté para informarlo de su error, pero me quedé atónito al reconocer que el invasor no era sino mi propia imagen reflejada en el espejo que llevaba la puerta de comunicación. Aún recuerdo que el personaje me había sido profundamente antipático".

Como Narciso cayendo al lago que le devuelve su imagen, vernos atrapados en un yo nos lanza al vértigo de sabernos separados del mundo: más allá del yo, está lo otro. Como parte del mundo exterior, el hombre descubre a sus semejantes: pronto entiende que, al no poder entrar en la conciencia ajena, es el otro para los demás. El otro es semejante y distinto.

Compartir sólo algunos rasgos nos permite distinguirnos, pero también incluirnos en una comunidad, formar un nosotros. La relación se resuelve en dos vertientes: o subordinamos todo a la propia voluntad o sacrificamos el yo en beneficio del nosotros. Existe un movimiento pendular entre tales posturas: en algunas circunstancias nos dedicamos estrictamente a nosotros mismos, en otras nos dedicamos a la comunidad, y entonces el nosotros se instala en nuestro centro del mundo. No obstante, por mucho que logremos integrarnos en un nosotros, el yo jamás desaparece.

Comentarios: Vicente_alfonso@yahoo.com.mx

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