Este fin de semana fue beatificado Juan Pablo II, personaje adorado por unos y repudiado por otros. Señalado como impulsor de la caída de la desaparecida Unión Soviética, feroz detractor del aborto, mediador en conflictos internacionales, es una figura a la que se le ha enganchado casi cualquier adjetivo. Pacifista, ultraconservador, santo, encubridor, viajero... No será esta columna un tribunal más entre los que lo han procesado. Tampoco es un altar para quemarle incienso. Prefiero aprovechar la oportunidad para recordar que un juicio con frecuencia tiene más de quien lo emite que de quien lo recibe, y que sólo en las malas novelas (y en muchas telenovelas) es fácil distinguir quién juega del lado de los mártires y quién en el de los impostores.
Entre el devoto y el vividor sólo media una cuestión de prioridades, por eso es imposible distinguir a uno del otro. Al respecto, San Juan Crisóstomo solía hacer una observación: "Los cadáveres de los bandoleros, así como los de los profanadores de sepulcros y muchos otros delincuentes, quedan tan maltratados como los cuerpos de los mártires [...] pero, aunque el sufrimiento sea el mismo, la intención es muy diferente".
Resulta necesario estar alerta: si el santo puede ser un vividor oculto, no es imposible que ocurra lo contrario. Los caminos del señor son misteriosos: en/ Una historia de los "Soldados de Dios" /Jonathan Wright cuenta que los jesuitas, en sus intentos por lograr conversos en tierras donde eran perseguidos, adoptaban nombres fingidos y vestían indumentaria nada clerical: Michel Walpole se hizo pasar por un criado español cuando llegó a la Inglaterra Isabelina, Abraham de Georgis fue a Egipto disfrazado de mercader armenio en 1595, y Sebastián Vieira hizo en 1692 el viaje de Manila a Japón como marinero chino. Esto no era sino lo que Edmund Campion describió como "disfrazarse para burlar la locura del mundo". ¿Era tan obsceno, se preguntaba un jesuita en 1583, que un clérigo perseguido cambiase a menudo de nombre, de vestimenta y de caballo y que no se acercase por los lugares donde estaba siendo buscado?
En /El archivo de Egipto/, Leonardo Sciascia cuenta la historia de un sacerdote-impostor que al engañar se siente en su elemento: el abate Vella, que es juzgado por falsificar un códice que defiende los derechos de los nobles sicilianos, mientras que el abogado Di Blasi es juzgado por conspirar para robar bienes sacros. Siascia hace de ese modo una reflexión sobre la impostura, sobre el papel de la justicia en nuestras sociedades y sobre las maneras que los hombres tienen de impartirla. Si los caminos del señor son misteriosos, los nuestros no lo son menos.
A partir del siglo de las luces los dogmas religiosos se vieron desplazados por la razón humana, y la Iglesia cedió su papel central al racionalismo, que se convirtió en la vía para acceder al conocimiento y la verdad. Fue en el siglo de las luces cuando dimos un paso decisivo: del reino de dios al reino del hombre, y la palabra progreso se instaló como el norte de la brújula. El siglo de las luces engendró la revolución industrial y entronizó a la razón humana como autoridad máxima: hágase nuestra voluntad aquí en la Tierra. Así, tras un largo sueño, descubrimos nuestra existencia como individuos: como respuesta a la verticalidad de los mandamientos divinos -amarás a Dios sobre todas las cosas- surge la horizontalidad de la revolución francesa: igualdad entre los hombres.
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