Hace décadas que es un lugar común señalar que el valor de la primera novela de Carlos Fuentes radica en que desplaza del campo a la ciudad el contexto en el que ocurren las historias. Suele agregarse que destruye el concepto de unidad en los hechos narrados y que es un sólido muestrario de los ambientes que construían la Ciudad de México en los años cincuenta. Comienzan aquí a desfilar "como crestomatías de filmes en blanco y negro" imágenes de rumberas de asfalto, taxistas, chachachás universitarios, calaveras, torterías. Para rematar aparece la Torre Latinoamericana, también en escala de grises. El catálogo de nostalgias suele acompañarse con elogios al buen oído del autor para inventariar y/o inventar los variados registros del habla mexicana.
Sería un exceso decir que las 554 páginas de esta novela retan al lector a reconstruir lo narrado por diferentes voces sólo por una inútil exhibición de técnica. El novelista recurre a las voces de personajes tipo para que sea cada uno de estos quien vomite la crónica de cómo halló su sitio en la confusa realidad: indígenas que se convierten en poderosos banqueros, herederos desprotegidos que terminan engrosando las filas de la burocracia, veteranas de la seducción son ahora profesionales en provocar lástima. Aquí cada quien busca su rincón y pronto aprende que no hay lugares fijos, ni siquiera en la historia. Un personaje puede echar por tierra afirmaciones que dos o tres páginas atrás, en otra voz, parecían incuestionables.
Esta polifonía de posicionamientos van construyendo el tejido de la novela. A pesar de la marcada intención lírica que muestran algunos pasajes, no se persigue aquí la riqueza armónica del coro sino una rabiosa bitácora de ruidos, quejas y gritos de batalla. Y si hay fragmentos un tanto precipitados donde se ven las cuerdas con que el autor mueve sus marionetas, es en la confrontación de puntos de vista donde el libro cobra distancia de los telúricos melodramas que Rodrigo Pola escribe para el cine.
La región más transparente aparece como un caos opuesto a los discursos almidonados y blanqueados que presentan la historia como un muro parejo, impenetrable. Sabemos que si algo caduca rápido es la historia oficial: apenas se tira de un hilo, ésta se revela como una superposición de biografías autorizadas, un empalme de fotos conmemorativas donde los retratados levantan la cabeza y miran con dignidad hacia el futuro. La novela, en cambio, nos presenta en el espejo un caldo de mezquindades, rencores, traiciones, azar, sueños y conflictos donde el poder y la historia se improvisan. Cualquier vínculo humano surge como una ecuación que asegura la supervivencia, no importa si es un matrimonio o el consejo de administración de un banco. Tras una banda sonora que hoy suena oldie porque incluye ruleteros y danzones, tras los nombres hoy olvidados como Niño Perdido (ahora Eje Central), más allá de estadísticas rebasadas como la capital y sus cuatro millones de habitantes, palpitan en La Región más Transparente de 1958 los mismos debates que 53 años después siguen ocupando en technicolor la agenda nacional.