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EL SÍNDROME DE ESQUILO

COMPLETAR LA COLECCIÓN

VICENTE ALFONSO

Mi libro favorito es Cien años de Soledad. Después de leer esa novela decidí que quería ser escritor. Desde hace muchos años colecciono no sólo todas las ediciones que encuentro, también objetos relacionados con la novela. Forman parte de ese acervo dos ejemplares que me dedicó el maestro García Márquez, grabaciones del autor leyendo capítulos completos, facsimilares de cartas en las que explica cómo escribió el libro y ediciones raras que he conseguido en sitios como Rusia, Francia o Panamá. Hace unas semanas recibí un regalo que en cierto modo completa esa colección. Antes de revelar de qué se trata, les comparto este texto de la pluma de Frino, que fue quien me hizo el presente. En él cuenta cómo consiguió ese rarísimo objeto que hoy descansa en mi librero:

De mi abuelo heredé el gusto por ir a ver las chácharas, los tiliches. Cada domingo pasaba muy temprano por él para ir a pasear por La Alianza donde gente venida de Torreón, Gómez o Lerdo vendía lo inimaginable. ¿Qué buscamos ahora abuelo? Le preguntaba, a lo que él invariablemente respondía: "¿Cómo quieres que sepa? Cuando lo vea lo sabré....". Mientras caminábamos, me contaba de aquellos paraísos que solía visitar él en su juventud, cuando vivía en San Francisco: enormes flea markets donde podían encontrarse piezas incluso de aparatos que aún no habían sido inventados. Yo, que me aburría enormemente durante esas excursiones, poco a poco fui tomándole el gusto a hurgar entre aquellos cerros de vejestorios. Después, cuando el abuelo murió, ir a La Alianza cada domingo fue la mejor forma que mi hermano y yo encontramos de sentir que aún algo de él quedaba con nosotros. Siempre que visito uno de estos sitios, he llevado en la mente las palabras del abuelo "¿Qué busco?" me pregunto, "cuando lo vea, lo sabré" me respondo casi de inmediato.

He visitado algunos mercados de pulgas famosos, como El Rastro en Madrid, el Persa Franklin en Santiago de Chile y La Lagunilla en la Ciudad de México. Sin embargo, cada vez me convenzo de que la voraz dinámica de la producción que mantiene este inocente pasatiempo tiene en el fondo un precio muy alto. Como humanidad, estos cementerios del consumo me recuerdan que no producimos lo que necesitamos, sino lo que más se vende, aunque no sirva para nada.

Un domingo me colgué una vez más el morral de los hallazgos y fui en busca de lo desconocido. Entre tanto plástico, el papel es casi siempre ninguneado, así que los libros representan la posibilidad de aumentar el marcador para los visitantes. Cansado, me dirigí al extremo de la calle, donde, sobre el suelo, un señor exhibía unos quince o veinte tomos atrincherados entre zapatos viejos, ceniceros de moteles en desgracia y jirafas de peluche moribundas. Entonces lo vi: escoltada por una licuadora sin motor y tres barbies semidesnudas, descansaba la mítica primera edición de Cien Años de Soledad. Y digo mítica porque, como el mismo García Márquez lo ha dicho en cientos de ocasiones, ésta fue una edición preparada a las prisas para el lanzamiento del libro. Tan a las prisas fue hecha que el galeón que ilustra la cubierta fue colocado al revés, mirando hacia el lomo y no hacia las solapas. Hoy, los coleccionistas llegan a pagar hasta ocho mil dólares por un ejemplar de ésos. Tomando el libro, traté de adivinar por qué caminos había llegado este ejemplar hasta este sitio desde que fue editado en Buenos Aires hace ya cuarenta y cuatro años. ¿Quién lo trajo a México? ¿Quiénes habían sido sus dueños anteriores? ¿Lo tirarían a la basura? ¿Estaría completo? Lo hojeé y, en efecto, no le faltaba nada: la página legal y el colofón estaban intactos. Por fin había encontrado lo que buscaba...

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