En estos días ha causado revuelo la noticia de que algunas obras de Mark Twain fueron sometidas a una "purificación lingüística" (léase censura). Esta semana, decenas de colegas en diarios de todo el mundo le dedicaron sus líneas a este tema, que no es menor: un profesor norteamericano fue quien se hizo cargo de sustituir términos como "negro" por "esclavo" e "injun" por "indio" por considerar que son políticamente incorrectos y "poco apropiados para los jóvenes". Pero hasta donde alcanzo a ver, uno de los elementos que hacen valiosa una obra literaria es la capacidad de retratar la sociedad en la que nace, y eso incluye el habla. Hace cien años, la jerga que hoy tanto incomoda a los estudiosos ya se hablaba en las calles. Toda proporción guardada, eliminar esa riqueza verbal equivaldría a que, dentro de un siglo, algún purista decidiera depurar los libros de Carlos Fuentes u Octavio Paz sustituyendo el verbo como "chingar" por fastidiar. Así, de acuerdo con El laberinto de la soledad, los mexicanos seríamos hijos de una mujer fastidiada. Eso es lo de menos: lo grave es que estaríamos dándonos permiso de fungir como editores de nuestro pasado: si la historia no nos gusta, bastará con cambiarla. ¿En verdad queremos eso?
El problema, según mi punto de vista, es que se ha relegado a Twain al papel de un autor superficial y para jóvenes, cuando en realidad es una pluma fundacional de la narrativa americana (es decir, continental). Tras las anécdotas chuscas y llenas de acción, tras los relatos habitados por personajes de la picaresca del Mississippi, Twain encuentra las vetas del conflicto humano: trata como pocos los laberintos de la identidad, de la justicia, de la verdad. Hay mucho dolor y mucha denuncia entre líneas en la obra del autor de "Calabaza Wilson". Sería mucho mejor formar en los jóvenes lectores el criterio necesario para encontrar la humanidad que retrata Mr. Mark.
No es casualidad que sea uno de los autores que con más acierto han explorado el tema de la impostura. Es célebre aquella entrevista en la que afirmó no saber si aún estaba vivo porque en su infancia su madre lo había mezclado en el baño con un hermano gemelo, quien había muerto mucho antes que él. En la entrevista, Twain anciano responde a los cuestionamientos de un joven reportero: "Verá, éramos gemelos, el muerto y yo. Nos metieron juntos en la bañera cuando sólo teníamos dos semanas y uno de nosotros se ahogó; pues bien, nunca hemos sabido cuál de los dos era el ahogado. Hay quien piensa que era Bill y hay quien piensa que era yo... Este decisivo y terrible misterio ha envuelto en tinieblas mi vida entera. Pero le diré a usted algo que no había contado antes a nadie. Uno de nosotros tenía una marca peculiar: un gran lunar en la palma de la mano. Ése era yo. Y fíjese bien, ese fue el niño que se ahogó...".
La entrevista jamás ocurrió: es una invención de Twain. No obstante, la anécdota contiene las claves para comprender buena parte de su obra. El supuesto entrevistador se llama Sam Clemens, nombre real de Twain: Samuel Langhorne Clemens. La crítica ha escrito que nunca fue un escritor "que se asomara obsesivamente a los abismos del alma". Pero parapetado tras el seudónimo Mark Twain, escribió obras que revelan que, aunque aquello del gemelo muerto era una invención, el asunto de la identidad sí fue un decisivo y terrible misterio que envolvió en tinieblas su vida entera.
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