Elena y Leonora
Nada hay inarmónico en la Naturaleza, lo que nos parece disonancia es solamente contrapunto.
Amado Nervo
Sus dientes de conejo siempre dispuestos a la sonrisa y la mirada azul de niña sorprendida: ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde?, hacían de Elena Poniatowska una maestra muy querible. Al conocerla tuve la impresión de que más que enseñar, aprendía. Sembraba por entonces la información que más adelante florecería en sus novelas. En esto de novelar empezó saltando, jugando, recogiendo guijarros para formar con ellos el divertimento que fue Lilus Kikus. Para el 68 se puso seria, alerta para impedir que se perdiera en la Historia el grito de los jóvenes. Para compilar en su Tlaltelolco la irritación del pueblo embarrada en los grafitis callejeros.
Ante la devastación del terremoto que sufrimos en el 85, Elena nos dijo: “No es momento de escribir, salgan a la calle, ayuden en lo que puedan y den testimonio de la tragedia que estamos viviendo”. Noble y serena, Elena es a la vez impetuosa corriente de energía que trasmite en sus semblanzas de Vallejo, de Soriano, de Tina Modotti. Del frustrante amor de Angelina Beloff por un Diego Rivera que la abandonó en París sin el menor remordimiento.
Elena no deja títere con cabeza. Ahora le tocó a Leonora (su novela más reciente que la hizo acreedora al premio Seix Barral) pasar por su pluma que desentraña minuciosamente la vida de Leonora Carrington, mucho más surrealista que su pincel. La pequeña Leonora que imagina ser caballo. La veinteañera que desafía a su aristocrática familia para largarse a París con un Max Ernst casadísimo. “No importa, podría tener un harem de esposas tamaño gigante, talla 42, copa C, armadas hasta los dientes y dispuestas a matarme; de todos modos me quedaría con él”. Como diríamos en México, Leonora se amachó. Y así le fue. De pasión tan obsesiva sólo se sale por la locura, y ella acabó en el manicomio. Una locura que literariamente dosificada por Elena, nos lleva desde el devastador tratamiento de cardiazol que convulsiona a la enferma y la hace revolcarse en sus propias heces, hasta situaciones tan jocosas como esta que transcribo: “Tengo una tonada en mi cabeza y quisiera bailar”... dice Leonora. “Salga al jardín y hágalo. Yo la acompañaría si no tuviera que escribirles a los padres de Cayetana de Alba para decirles que le busquen otro peluquero”, le responde el príncipe de Mónaco. La joven sale con los brazos encima de la cabeza, gira sobre sus pies, e intenta cantar una balada. La melodía acompaña los latidos de su corazón. El príncipe de Mónaco deja su máquina de escribir, tira sus cartas al aire, la alcanza con castañuelas invisibles en sus manos y zapatea frenético frente a Leonora, hasta que frau Asegurado grita: “¡Esos locos al agua fría!”.
Londres, París, surrealismo, André Bretón, Max Ernst, la guerra, España, locura, desesperación, Renato Leduc, Nueva York, Peggy Guggenheim y sus cortesanos, México, Remedios Varo y su abrigo de murciélagos, calaveras de azúcar, un pájaro llamado don Mazarino, Emerico Weisz, los niños que desayunan un pajarito amarillo y tres dedos de monja, el alucinante mundo de Edward James en Xilitla; y Eulalia, una guacamaya a la que le cantan canciones de cuna. En Leonora no falta nadie ni nada, Elena lo pone todo en un caleidoscopio para entregarnos una novela mágica, apasionante, en la que el arte y la locura se entretejen en la vida de los personajes que le dieron color al siglo XX.
Escribo esta nota sin terminar todavía de leer la novela porque la estoy administrando, no más de cuatro o cinco capítulos diarios para que me dure, porque no quiero que se termine.
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