En defensa del toro
Sin el animal que habita dentro de nosotros, somos ángeles castrados.
Herman Hesse
Yo por defender, defiendo a los toros, a los gallos y hasta a los pájaros enjaulados. Y para no privarme de nada, recientemente me afilié a la Prodecaca, que promueve la defensa del delicioso caracol catalán. Activista como soy de la defensa de los animales, hace unos domingos me hice presente bien tempranito en la explanada del Palacio de Bellas Artes, donde semidesnudos, banderilleados y ensangrentados (todo de mentiritas) centenares de activistas protestaron contra el espectáculo taurino. Hasta una joven actriz prestó su imagen desnuda para apoyar la iniciativa que pretende conseguir la abolición total del toreo y declarar a esta capital como ‘ciudad antitaurina’, tal como se hizo en Barcelona apenas en 2008.
“Bárbara costumbre, espectáculo infrahumano en que se tortura cruelmente al toro para finalmente matarlo”, comentaban los participantes de la protesta organizada por la asociación civil AnimaNaturalis, entre los que por supuesto me cuento yo. Todo esto sólo unas horas antes de hacerme presente en la Plaza México para presenciar las magnificas corridas de aniversario, 8 toros 8.
Como verán nunca dejo de sorprenderme a mí misma: ¿qué clase de bicho soy? Que quede claro que no tengo ninguna afición por la fiesta taurina, como no la tengo por las bestiales peleas de box en las que semana a semana los púgiles se golpean hasta el desfallecimiento para el disfrute de los aficionados a los golpes y a la sangre. Tampoco me ha gustado nunca el horroroso espectáculo de los palenques, en los que un grupo de apostadores sudorosos y alcoholizados se juegan lo que sea -incluyendo a sus mujeres- a su gallo favorito, previamente armado con navajas en los espolones.
Queda todavía mucho en nosotros del animal depredador que fuimos en el principio, pero aun así y pese a mi disfrute por vampirizar a la gente, repito: no tengo ninguna afición a la sangre. Aunque por razones del corazón que la razón no comprende, no quise negarme a la invitación de unos amigos a quienes la fiesta del toro les viene de casta, y fue por eso que los acompañé a la Plaza México donde por primera vez capté la arrogancia del toro cuando al abrirle las puertas sale del encierro partiendo plaza. Y con la cabeza y la dignidad a todo lo alto se pavonea ante el público exhibiendo su fuerza y su belleza. Un pavoneo -el del toro- sólo comparable a la chulería del torero que embutido en su traje de luces y con movimientos de bailarín de flamenco, se planta frente a su enemigo para demostrarle: “Ahora vas tú a ver quién manda aquí”. Unos cuantos minutos de gloria de toro y torero, antes de que cualquiera de los dos derrame su sangre sobre la arena.
Acepto que no es un espectáculo edificante, pero es real como la vida misma y la verdad es que si yo fuera toro, elegiría dar un magnífico espectáculo antes de morir dignamente a manos de mi toreador, por sobre la muerte vulgar, sin pena ni gloria que les espera a las reses comunes, que sin ninguna opción deben desfilar en el rastro con el pelo erizado y los ojos saltados de puro miedo a recibir el puntillazo mortal. Eso sólo antes de que colgados de un gancho lleguen a manos de quienes los destazan y hacen con ellos una verdadera carnicería, para que después de troceados lleguen a nuestra mesa donde rostizados o fritos, con tenedor y un cuchillo bien afilado los hacemos picadillo antes de devorarlos. ¿Entonces qué, estoy en contra de la fiesta de toros o no? Pues la verdad es que soy contradictoria, pero eso sí les digo: que tire la primera piedra sólo aquél que nunca se contradiga.
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