Las rutinas ocultas y sus ritos se reflejan en el espejo del baño, y mi vida ha sido así -pensó, y es éste el último refugio ante tiempos abruptos, ante la concurrida soledad sin sentido que incesante crece, pausa que reclamamos en la carrera de resistencia, donde detenerse es morir, sin voltear a ver.
Y así, desnudo, entre el vapor de la mañana, cada minuto parece una quietud de naftalina, inservible ya, por años, esa, la de los baúles viejos. Son las pausas y las prisas que persiguen tatuando todos los días; y, en el suelo del baño, el jean de ayer.
Con ambas manos, en lentitud, vas regulando la temperatura del agua distraído (autómata -te viene a la mente la palabra), y al hacerlo fluye en tu cara un escurrirse de memorias que bordea tus cejas inundándolas, arremolinadas las cuencas de tus ojos desenfocan tu mirada que se acerca, que se aleja cual ruido del agua que en tu cara chorrea, que se acerca alejándose, hasta que en el espejo, en tu mirada transformada, pareces otro yo, sin ser aquel que fui, ni ser el que seré.
Recuerdas entonces la juventud que te sorprendió con otros en las mismas correrías, un inicio de camino conjunto que después cada quien por su lado. Recuerdas el fluir del tiempo con memorias que no parecen ya verdaderas. Entonces piensas que nunca será el momento preciso para entender todo esto, la tragedia de no hacerlo está en todos lados, y, si nada encuentras, a nadie le importa. Tal vez lo que te hace vivir es cierta curiosidad, que incluso presientes insuficiente para aminorar las cargas. Seguramente con la edad te darás por vencido, o te dejarás fluir sin pensarlo dos veces, o ni siquiera eso tampoco. Intuyes que finalmente la carga que llevas a cuestas es una y es de ahora, que el mañana tal vez no exista o que, amortiguado el desazón, dejará de crecer en ti, y tu vida se estabilizará quieta. Como cuando en soledad el agua chorrea entera en tus ojos, en la mañana de tu soledad tranquila. Como cuando volteas a los lados y no entiendes nada, y al despertar algo te impide levantarte, te sientes pesado y cansado, y a cada pie que mueves lo mueve otro pie, a veces uno, o dos, tres pasos, detenerte y respirar, y ver a los lados. Podría estar nublado afuera, o soleado, o cualquiera de las dos cosas, y te dices que al final de cuentas no importa, y el día se te pasa sin existir, sin memorias, en un instante. A veces te detienes en una esquina, y, sin reconocerlo del todo, sabes que añoras un aire menos denso; que alguien le abra la ventana a la alameda y sus bocanadas de aire.
Vuelves a verte entonces al espejo. Las cuencas de tus ojos inundadas, desenfocadas, transformándote ni en ese que eres, ni en aquél que serás. Entonces te quedas quieto, y ni siquiera recuerdas esta perorata oscura. Cabizbajo y encerrado permaneces. Sin reconocerte siquiera en esta habitación vacía.
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