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Adela Celorio

Las mujeres juegan con su belleza, como los niños con un cuchillo, y se lastiman. Víctor Hugo

“Al subir al barco me dijo el barquero / las niñas bonitas / no pagan dinero / Yo no soy bonita / ni lo quiero ser / porque las bonitas / se echan a perder”. Así cantábamos las niñas antiguas, pero era sólo de mentiritas. La verdad es que todas hacíamos lo posible por vernos lindas. Aunque lo nuestro era poca cosa: una modista que nos copiara aceptablemente los modelitos de alguna revista, un bote del novedoso spray para pelo, algo de rímel en las pestañas y rouge en los labios. El salón de belleza que todavía no se llamaba estética y mucho menos unisex, era sólo para las grandes ocasiones. Los recursos para embellecernos no abundaban y además nuestras modelos eran inimitables. Se trataba nada menos que de mujeronas de la talla de Elizabeth Taylor. Ellas representaban el glamour, las joyas, las pieles, los amantes... Todo lo merecían por ser divinas.

Y sin embargo, la belleza en sí no es ningún logro personal sino un don que se nos otorga al azar, sin que hayamos hecho nada para merecerlo. El mérito está en lo que hacemos con ese don. Dirán que la envidia me carcome pero lo que es a mí, la legendaria belleza de Liz Taylor nunca me impresionó.

Elizabeth Rosemond Taylor nació en Londres de pura casualidad porque sus padres hacían negocios por allá. Pero una cierta vulgaridad en sus actitudes, sus excesivos escotes para toda ocasión (tal vez porque como decía su apasionado Richard Burton: “Tiene unos pechos prodigiosos”), el dudoso gusto de ostentar joyas y su insaciable necesidad de admiración, revelaban su verdadera identidad de gringa estrepitosa. La pequeña prodigio se convirtió en una actriz arbitraria y caprichosa, quien para desaburrirse entre uno y otro divorcio, no tuvo empacho en romper el matrimonio de su mejor amiga por entonces, Debbie Reynolds, para casarse con Eddie Fisher a quien poco después repudió.

Hablar de la belleza de Liz me parece un cliché y su talento como actriz no me parece sobresaliente. Dos o tres impecables actuaciones no borran a una lamentable Cleopatra, tan falsa y tan disfrazada como sólo Hollywood es capaz de hacer. Y ya en las postrimerías de su vida, la decadencia total en Los Picapiedra.

Definitivamente ni su belleza ni su talento me deslumbraron nunca. Me provoca en cambio una reverencia total su capacidad para arrojarse a la vida sin paracaídas. Ocho bodas con sus respectivos divorcios, una viudez y varios romances extracurriculares, por fuerza deben haberle craquelado el corazón (supongo que uno no se divorcia ocho veces sin estropearlo) y justifican una muerte por insuficiencia cardiaca. Tres hijos propios y una adoptada, 50 películas, dos Óscar, el premio Príncipe de Asturias a la Concordia que se le otorgó en 1992 por su apasionada lucha contra el cáncer (que ella misma padeció y superó), y sobre todo por el valor de sacar la cara siempre en apoyo de las causas perdidas como la homosexualidad de su amigo Rock Hudson (cuando la homosexualidad era todavía considerada una ignominia) o la rotunda solidaridad con Michael Jackson cuando éste se vio implicado en un penoso juicio por pederastia.

Su admirable capacidad de exprimir la vida hasta la última gota, de enamorarse una y otra vez, su decisión de sobrevivir 79 años a una pésima salud, a sus constantes entradas y salidas -siempre sonriente- de los hospitales a donde acudía por razón de sus males pero también por razones estéticas y para desintoxicarse de su adicción al alcohol, hacen evidente que la vida de Liz fue una verdadera osadía. Es indudable que ya merecía un descanso.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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