Carlos Barral (Seix-Barral, Barcelona). Claude Gallimard (Gallimard, París). Barney Rosset (Grove Press, Nueva York). Luigi Einaudi (Einaudi y Milán). Lord Weidenfeld (Weindenfeld and Nicholson, Londres). Estos editores, y algunos más, crearon en 1960 el Premio Formentor de las letras. Todos ellos pertenecían a países democráticos. Con la excepción de Barral y el premio se otorgó en territorio español, las islas Baleares.
La apuesta democrática duró poco. Asediado por la censura franquista, el premio debió emigrar a Corfú, Salzburgo y Túnez, y al cabo, pereció. No sin antes otorgarlo a Samuel Beckett y a Jorge Luis Borges, a Saúl Bellow, Dacia Maraini, Jane Johnson, Juan García Hortelano y nuestro gran escritor recientemente fallecido, Jorge Semprún.
Me ha tocado en suerte recibir ahora el premio renovado y patrocinado por las familias Barceló y Buadas Rotger en el marco del Hotel Formentor de Mallorca. Soy consciente de ser sólo el primer premiado de esta nueva época, pero no el último. Restaurar el premio Formentor significa ahora mantenerlo, año con año, como uno de los grandes reconocimientos literarios con el valor particular de ser un premio mediterráneo, otorgado en una cuenca que se transforma y unifica de manera sorprendente. Hoy hay democracia en ambas orillas del Mediterráneo, el mar en Europa y el sur, el mar norafricano de Túnez, Egipto y Libia.
El Cairo, Trípoli y Bengasi se liberaron gracias a la comunicación entre habitantes proporcionada por Facebook, Twitter y iPhone, medios no controlados por los gobiernos autoritarios que seguían confiando en su propio control de los medios tradicionales -prensa, radio, televisión- burladas las dictaduras, los Facebook y los Twitter se establecen como formas de comunicación entre individuos. Con grandes ventajas políticas, como lo demuestra Noráfrica, pero con el gran inconveniente de transmitir, también, basura.
Por esto me parece más importante que nunca, como lo presupone el Premio Formentor, valorar la literatura y su desafío de descubrir otras dimensiones del habla sin prescindir del habla. Al cabo, ¿qué le da esa dimensión especial a la literatura? Dos cosas: la imaginación y la memoria. Ésta suele recordar hacia atrás. Aquélla, imaginar hacia adelante. Pero en literatura, la imaginación puede mirar hacia atrás: Don Quijote imagina el pasado caballeresco, y puede mirar hacia adelante: Kafka recuerda el porvenir totalitario. La Mancha existía antes de Don Quijote. Praga existía antes de Kafka, y Jalisco existía antes de Rulfo. Pero no serán las mismas después, de Don Quijote, El Proceso o Pedro Páramo. O sea, la literatura ha añadido algo a la realidad, algo que antes no estaba allí.
Nos consuela un mundo con una sola lectura de la realidad. ¡Qué cómodo! ¡Y qué peligroso! La literatura en cambio, es incómoda y es peligrosa, porque nos ofrece una realidad no fija sino en movimiento. Una realidad sujeta a duda. Una realidad con muchas explicaciones, no una sola. La literatura nos abre a la verdad de las ideas y de las palabras, no para imponer la verdad, sino para cuestionarla.
Se habla mucho, hoy, del fin de la historia, tesis prometida por Francis Fukuyama para justificar el status quo conservador. Sólo que la historia no terminará porque no hemos dicho nuestra última palabra. La lengua española es lengua de dos continentes y de muchas tradiciones. Ibérica, india, mestiza. Negra, mulata. Cristiana, árabe y judía. Griega y latina. Es nuestra lengua.
Se habla de choque de civilizaciones (Huntington). Yo hablo de diálogo de civilizaciones. Hoy más que nunca -para regresar al inicio de estas notas- tenemos la impresión de que pasamos de una civilización a otra. Los movimientos abarcan a África del norte, Siria y a Yemen, a la España de los indignados, a la Gran Bretaña de los descontentos de Londres, Manchester y Birmingham. Pero también a la sociedad civil emergente de China, a los descontentos de la India, a los estudiantes y obreros chilenos... La amplitud de estos movimientos sólo es comparable a los de 1968 y 1848. Nos indican que queda atrás una civilización consumada y emerge otra sin nombre aún. Emerge una civilización sin nombre, pero marcada por la continuidad de la cultura. Dante o Shakespeare son irrepetibles. En cambio, los transportes, las fábricas, la construcción, la enseñanza, la política están en transformación continua.
La literatura ha sobrevivido a la prensa de gran tiraje, al cine, a la radio, a la televisión. ¿Sobrevivirá a los medios más nuevos de la comunicación? Depende de la respuesta que demos a esta pregunta: ¿Crearemos sociedades mejores, más libres, a pesar de los obstáculos?