No es anécdota; podría ser síndrome nacional. El senador quería exponer su propuesta de reforma fiscal. Un asunto mayor del que depende lograr más prosperidad para los mexicanos. Una reforma fiscal que podría intentar nuevos rumbos en una sociedad famosa por sus niveles de desigualdad. Fue a donde le invitaron, a su Facultad, dentro de la universidad pública más grande del país. La misma universidad que se vanagloria de ser cuna de movimientos libertarios recientes. Y fue justo allí que le impidieron hablar. Se le negó la palabra, fue un acto de pequeña barbarie. Parafraseando a Víctor Hugo, quien tolera las pequeñas barbaries tolerará las grandes. Por supuesto que el grupúsculo de intolerantes no es representativo de la Institución. Sí lo es el silencio posterior de las autoridades. Ni una condena, ni una disculpa. Tolerar la intolerancia genera complicidad. Como universitario el acto causa vergüenza.
Al senador Labastida no lo dejaron hablar. A López Obrador también lo increparon hace poco en un sitio que era visto como su territorio, la FCPyS de la propia UNAM. Nadie se salva. Y es que impedir que alguien exprese sus ideas, increpar se convirtió en un acto de gloria nacional desde el primero de septiembre de 1988 en que se quebró la fiesta presidencialista. Han trascurrido más de dos décadas entre gritos, pancartas, insultos y ese ritual republicano terminó en el peor de los mundos: el presidente ya no tiene que presentarse, ya no tiene que dar la cara, puede enviar el documento y tener su propia fiesta frente a los medios, llegar a decenas de millones sin incómodos contratiempos. ¡Bravo! El tiro salió por la culata. O sea que el respeto a la palabra viene herido y sangrando desde tiempo. De qué nos asombramos. Por eso podríamos estar hablando de un síndrome nacional: despreciar la palabra y no escuchar.
Así el uso de la tribuna en San Lázaro se ha convertido en un desfile circense con payasos y contorsionistas. Fernández Noroña será recordado no sólo por las decenas de intervenciones sino por su capacidad para boicotear cualquier diálogo. No nos estamos escuchando. Otro ejemplo, el presidente se molesta cada vez que alguien osa cuestionar la estrategia seguida en la lucha contra el narco. Pero el número de muertos crece, el consumo de marihuana y cocaína se incrementa, el desfile de impunidad pareciera no tener fin, los costos y repercusiones económicas son de una dimensión insospechada y, por si fuera poco, la percepción pública registra un gran fracaso de la estrategia gubernamental. Sin juzgar las nobles intenciones del mandatario, los hechos obligan a la reflexión, al diálogo y por ende a escuchar.
Algo o mucho va mal. José Carreño Carlón ha señalado de manera muy sensible (ESTE PAÍS, Marzo 2011) las paradojas y graves contradicciones de magnificar, desde el propio gobierno, el poder de las bandas con el objetivo de enaltecer el valor de quien las combate. Resultado: la percepción es que el Estado mexicano está rebasado, que la lucha se va perdiendo, que la capacidad de infiltración es infinita. Si los resultados son muy debatibles, la estrategia de comunicación lo es más. Todos estamos aprendiendo y para ello lo primero es escuchar. Pero este diálogo de sordos, el brutal desprecio por la palabra del otro, tiene muchas víctimas. Los senadores Beltrones y Labastida han presentado una propuesta de reforma fiscal con varios méritos innegables. Ya regresaremos a ellos. Su documento apenas se estaba difundiendo -no había habido tiempo para estudiarlo a fondo- cuando ya sus propios correligionarios en la Cámara de Diputados descalificaban la propuesta. Hasta por mínima elegancia debieron haberse esperado un poco.
Y qué decir del tristísimo espectáculo al interior del PRD en donde la defensa común de una lectura de izquierda es pisoteada por los intereses caciquiles. De qué sirve que Ebrard tenga detrás de sí una sólida gestión, que esté bien posicionado en la opinión pública para jugar en el 2012, si en la contraparte no se atiende a las razones de sentido común, si se desprecian los argumentos que llegan en palabras. De qué sirve que los panistas argumenten en favor de buscar un candidato ideológicamente afín a ese partido, si la obsesión del primer panista es ya explícita: quien sea para que no llegue el PRI. En toda obsesión hay sordera voluntaria. Con esa actitud -que ha permeado toda la gestión- el diálogo con los interlocutores priistas para sacar adelante reformas es imposible. De nuevo las palabras sobran.
La política y los políticos mexicanos atraviesan por una etapa de brutal descrédito. Ahí están las cifras. La corrupción, el cinismo, la prepotencia de todos los colores (incluido el regidor verde de Acapulco) explican una parte. Pero hay más, los mexicanos descreen de la palabra política porque saben que no dice nada, que no compromete, que engaña. El problema es que sin respeto a la palabra no se puede hacer política y sin política cualquier nación se fractura.