Las críticas contra el presidente mexicano Felipe Calderón han subido de tono en las últimas semanas y seguramente subirán todavía más conforme se acerquen las elecciones del 2012.
Se le cuestiona duramente su estrategia en contra de la delincuencia organizada que ha costado cerca de 40 mil vidas de mexicanos, sin haber alcanzado la pacificación del país.
Hace unos días un acucioso periodista comentaba que si la matanza de Tlatelolco fue el lastre de Luis Echeverría, para Calderón serán las víctimas arrojadas por esta guerra contra el narco.
Los efectos podrían ser todavía peores si consideramos que aquella noche del 2 de octubre de 1968 murieron cientos de estudiantes contra las decenas de miles de mexicanos de todas las edades, sexos y condición social que han fallecido en los últimos cuatro años.
El dolor y la herida social que ello conlleva no será fácil olvidar y quizá tampoco perdonar. Esas matanzas de jóvenes en reuniones sociales, bares y en centros de rehabilitación que se han registrado en Ciudad Juárez, Torreón, Tijuana y Nuevo Laredo, no tienen explicación en un país civilizado como se supone es México.
Tampoco los crímenes masivos de migrantes en Tamaulipas y menos las muertes de niños, jóvenes y mujeres inocentes que han caído abatidos por error o por los excesos de las partes en pugna en esta batalla campal que se libra en suelo mexicano.
Pero quizá no toda la responsabilidad sea de Felipe Calderón sino de un sistema mexicano que permite que el Ejército, la Marina y las policías rindan cuentas sólo al poder Ejecutivo.
Además los secretarios de la Defensa y la Marina son designados por el primer mandatario sin necesidad de contar con la aprobación del Congreso o alguna comisión de las cámaras.
En otros países como Estados Unidos este nombramiento, al igual que otros relevantes, es sometido a la aprobación del Senado en donde se realiza una investigación y varias audiencias públicas para confirmar o rechazar la propuesta.
En las leyes norteamericanas se establece que el secretario de Defensa no debe haber ocupado cargo alguno dentro de las fuerzas armadas en los últimos siete años con el fin de evitar compromisos y conflictos de interés.
Pero en México se suman dos agravantes más en esta cuestionada batida contra las mafias.
El primero es el hecho de tener un secretario de la Defensa y otro de la Marina lo que ha motivado dualidad de funciones, falta de coordinación y luchas internas de poder.
El segundo se refiere a que el presidente Calderón ha tomado muy a pecho su cargo de comandante supremo de las fuerzas armadas al grado de actuar en varias ocasiones como un general en operaciones y no como un presidente o jefe de Estado.
Ya lo dijo el exprimer ministro francés Georges Clemenceau que "la guerra es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los militares".
El problema en México es que los políticos quieren asumir las funciones de los generales y a su vez los militares se dedican a obedecer las órdenes, pero no tienen a un mando civil que defina una estrategia clara, efectiva y de acuerdo a las complejas circunstancias que vive México.
Habría que empezar por reformar la ley orgánica de la administración pública federal para luego poner orden y un rumbo preciso a largo plazo porque el gravísimo problema del narcotráfico no se acabará de la noche a la mañana.
Además para que el presidente Calderón y los futuros mandatarios mexicanos dediquen tiempo a temas de igual o mayor importancia como la educación, la salud y la economía.
En su reciente visita a Washington, el presidente Calderón dedicó buena parte de su tiempo a defender su plan contra el narco, rechazar la legalización de drogas y responsabilizar a Estados Unidos por permitir la siembra de marihuana en su territorio y el tráfico de armas hacia México.
¿Pero quién se encargó de atraer empleos, fomentar las inversiones y abogar por los inmigrantes mexicanos?
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