Hacerse viejo no es para blandengues
Con cariño para Boruca, Cotilla y Bagatela: abuelas activas, graciosas, novieras y livianas.
Adultos en plenitud o personas de la tercera edad, son eufemismos que no alcanzan a maquillar el hecho ineludible de que envejecemos aunque dentro de nosotros sigamos sintiéndonos tan tontos y tan jóvenes como siempre; sólo que cada vez más disociados de nuestro cuerpo. Dentro de cada viejo hay un joven escandalizado preguntándose ¿qué pasó aquí?
La prueba inequívoca de que envejecemos no es vernos viejos a nosotros mismos sino empezar a encontrar viejísimos a los demás. Y es que hacerse viejo no es fácil. Se pierden los padres, los amores, los amigos. Se pierden el pelo y los dientes. El futuro se achica y según va el mundo, cada vez es más difícil arroparse en el amor de la familia. Ahora ni siquiera es posible refugiarse en el amor de los nietos, que cibernéticos y globalizados pertenecen a otra dimensión.
Curiosamente, los estudios más recientes demuestran que la felicidad humana se reparte a lo largo de la vida en una curva en forma de U. Esto significa que la juventud y la vejez son los periodos más felices de la vida, mientras que el más amargo y difícil es el que se vive entre los 30 y los 50 años. Para enfrentar la pesada carga de miedo y expectativas que impone la juventud contamos con la levedad del alma, con la fe completita y con toda la vida por delante: ¿qué joven no se siente inmortal?
Envejecer es otra cosa, “hacerse mayor no es para blandengues” es un sabio dicho norteamericano. No creo en las virtudes del Botox, del Viagra ni en los viejos que se rostizan en las cámaras de bronceado para dar la impresión de que son jóvenes y vigorosos; pero creo en las personas que en el camino de los años han aprendido a no tomarse la vida a la tremenda. Creo en quienes han elegido el desenfado, algo así como entre el sarcasmo y la ironía al estilo Monsiváis, para pasar por este mundo sin dar lecciones a nadie. Admiro el humor refinado de viejos como Woody Allen y envidio los alegres martinis de Scott Fitzgerald bajo el influjo de las notas de jazz.
Respeto mucho a los hombres y mujeres serios, porque son ellos quienes cargan el mundo en sus espaldas, pero prefiero vivir entre quienes saben reírse de sí mismos, que es finalmente el sentido del humor. Me divierto muchísimo con las abuelas de hoy que liberadas de la autocensura y por ende de esos monstruos que engendran la incomprensión y la ignorancia, se encuentran muy cómodas en su cuerpo. A ninguna de ellas se le ocurriría hacer colchas de parches ni tejer chambritas para los nietos, porque lo que les pide el cuerpo es hacer Pilates, meditación Zen, reunirse en lugares lindos para echarse unos tequilas y comer rico; tomar clases de zumba y practicar el erotismo en cuarta fase. De los abuelos ni me ocupo porque ellos siempre se han permitido las libertades que las mujeres apenas estamos descubriendo.
Indudablemente ser mayor hoy tiene sus ventajas como por ejemplo liberarnos de las obligaciones tontas y reconocer el valor inmenso y final de cada minuto. Sin duda hay toda una épica de la ancianidad en mantenerse vivo, entero, alegre, dispuesto a las novedades y los cambios, abiertos al asombro y al aprendizaje, estoicos ante el dolor, el decaimiento y la acedía de algunos momentos.
Envejecer es inevitable, pero salvo enfermedad o pobreza extrema todos podemos intentar hacer de la vida un hecho hermoso. Diseñar cada jornada con mimo y sensibilidad para crear con ella un pequeño universo de sentido. A quienes todavía no se dan el permiso les propongo habitar la vejez desde las inevitables lágrimas; pero también desde el amor y la risa.
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