Ciertos amigos requieren de un contexto extremo para volverse lógicos. Es el caso de Ibid Rendón, condiscípulo de la carrera de sociología que conquistó su apodo el día en que comentó en un "Seminario de El Capital": "Marx está grueso, ¡pero Ibid está gruesísimo!". Nuestro compañero creyó que la palabra con que se aludía a una obra ya citada era un nombre propio: Ibid, genio torrencial, posiblemente chino.
Desde los años en que leíamos El Capital con el desorden de la Nueva Metodología (comenzando por el capítulo sobre la acumulación originaria, atractivamente situado en el tomo III), Ibid mostró adicción a las citas. Su esnobismo formaba parte de la atmósfera. A fin de cuentas pertenecíamos a una generación que recibía la cultura como producto masivo y entraba a los supermercados a comprar libros de Mao o manteles con imágenes de Vasarely. Conocimos la pintura en tarjetas postales, el cine clásico en video, la música en casetes pirata, y leímos Rayuela como obra de autoayuda artística, es decir, como un catálogo del consumo culto.
En ese ámbito no era extraño que Ibid juzgara algo "fellinesco" o "godardiano", pero su apodo lo condenó al rango de los que saben para presumir.
Poco a poco el tiempo se puso de su parte. Más que la crónica de una persona escribo la de una época. El giro esencial en la personalidad de Ibid fue el siguiente: empezó a desconfiar del conocimiento común. Afecto a la cultura rápida, leyó dos libros en contra de cada tema. Si mencionabas las Cruzadas, la Revolución francesa o el sitio de Cuautla, él contaba la historia de la secta perversa que había hecho que eso fuera posible. Cada episodio venía de una conspiración.
Recuerdo la noche en que preguntó como quien repasa una excursión escolar: "¿Se acuerdan del desembarco en Normandía?". Naturalmente, nadie tenía memoria presencial del asunto. Ibid resumió los dos volúmenes tenebrosos que acababa de leer al respecto, sin que pudiéramos refutarlo.
Su sabiduría paranoica le otorgó prestigio en una época donde nada es tan útil como desconfiar. En rara ocasión analiza lacras tan evidentes como la venta de armas, la trata de blancas, la pederastia o el narcotráfico. Su extraño mérito consiste en desestabilizar lo aceptado: Bolívar tenía propósitos ocultos y nuestro amigo Marcos nunca fue secuestrado en un Seven-Eleven, como le dijo a su esposa.
Mientras él perfeccionaba su talento para desmitificar lo obvio, la época se graduaba en simulacros y versiones contradictorias. Las mentiras de los políticos, las estruendosas farsas de la publicidad y la televisión, las noticias no siempre verificadas de la prensa y el horror difuso del crimen organizado crearon el contexto ideal para que las negras conjeturas del sociólogo Rendón parecieran una interpretación autorizada de la realidad. Sus discordantes versiones eran siempre más duras, más incómodas, más improbables, es decir: ¡más verosímiles! El apodo que había servido para ridiculizarlo se transformó en timbre de honor: antes veneraba la cultura tradicional, pero había tenido el valor de liberarse. Un converso que abría los ojos.
Incluso sus relaciones familiares se han beneficiado de su control de datos adversos. Su mujer y sus hijos no hacen nada sin consultarlo, sabedores de que siempre puede decirles algo peor.
Mi dilatada amistad con Ibid Rendón me ha convencido de un sello de los tiempos: nada ha aumentado tanto de valor como el descrédito. El recelo se ha transformado en lucidez preventiva.
En los optimistas años setenta mi amigo se limitaba a ser un epígono, una cita de la cita: Ibid (cuyo título profesional se hubiera podido abreviar como Loc. Cit.). Su viraje hacia la sospecha lo convirtió en un auténtico gurú del deteriorado entorno por el que circulamos.
Me acabo de reunir con él y fue como tener una sesión privada de WikiLeaks. Ibid confirmó sospechas desagradables, reveló espurios intereses, mencionó con autoridad asuntos sórdidos sobre Facebook, el país, Europa, los bancos y nuestros conocidos. Sin ser muchos, sus conocimientos tenían la escalofriante puntería de lo exacto. Me costó trabajo refutarlo, no sólo por que carecía de contraargumentos, sino porque de manera morbosa comencé a disfrutar su eficaz articulación de noticias y datos agraviantes. La aceitosa pátina de la corrupción adquiría en su voz el fascinante efecto de lo que resulta, al fin, comprensible.
Ignoro si Ibid Rendón aprovechó nuestro encuentro para ejecutar una venganza. Oí su oscura y razonada trama de confabulaciones hasta que desvié la vista al periódico que había dejado sobre la mesa. Reparé en la fecha: 28 de diciembre, los Santos Inocentes. ¿El ingenuo que confundió a Ibid con un clásico se aprovechaba ahora de mi credulidad?
Sobre la mesa, el periódico mostraba el mundo según WikiLeaks. El iluso de otros tiempos parecía tener razón. Sus hipótesis persecutorias eran sumamente sensatas. ¿Podía creerle?
Ibid se despidió con una sonrisa ambigua y un proverbio que resume nuestra era: "Confiar es bueno, no confiar es mejor".