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Incógnitos

JUAN VILLORO

MÉXICO, DF.- En La Habana para un infante difunto, Guillermo Cabrera Infante describe el momento excepcional en que subió por primera vez una escalera. A los 12 años se trasladó a La Habana y el deslumbramiento de la gran ciudad se presentó, antes que nada, como la ascensión a un segundo piso. En Gibara, el pueblo de casas bajas donde había nacido, se desconocía el sencillo artificio de los escalones.

La Habana para un infante difunto describe un aprendizaje paulatino; la capital cubana revela sus secretos como una gramática que comienza a ser conjugada. Cabrera Infante descubre el vertiginoso chirrido de los tranvías y el difuso resplandor del neón, prometedor de placeres.

La trama ocurre en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la urbe aún puede deslumbrar a quien llega del campo. Hoy en día las ciudades se conocen a priori. El cine, las agencias de viajes, los portales de internet y Google Earth nos ponen en contacto con sitios de los que tenemos una idea sin haber estado en ellos. Obviamente, este conocimiento no elimina otros asombros. Aún es posible desconcertarse con las ciudades. Lo que ha cambiando es que las características básicas de la vida urbana (las avenidas numerosas, los transportes, el alumbrado público, la movediza muchedumbre) carecen del halo de maravilla que tuvieron en otro tiempo. Además, las distinguimos por signos específicos: la torre inclinada, el niño que orina, el coliseo, el alto reloj junto al río, el ángel bajo un cielo sin estrellas. Una metrópolis ya sólo puede ser terra incógnita para el esquimal que no ha ido al cine.

Mientras las ciudades se volvían comprensibles sus habitantes dejaban de serlo. En su novela autobiográfica, el joven Cabrera Infante ignora las calles pero ordena la fauna en reconocibles tipos sociales (el vagabundo, la querida, el guajiro, la prostituta, el pandillero). Las personas son más clasificables que el territorio y resulta más sencillo ser antropólogo que cartógrafo.

En tiempos de GPS ocurre lo contrario. Las vastas ciudades están llenas de gente hermética. El conocimiento de la vida urbana ha sufrido un giro radical. Cuesta trabajo entender a las personas porque ellas luchan para ser entendidas por las máquinas.

En vez de arquetipos sociales tenemos códigos: credencial del IFE, afiliación al RFC y los PIN con que nos identifican las computadoras. Nuestros principales patrones de conducta derivan de los números telefónicos a los que llamamos, los passwords que dominamos, los precios de lo que compramos. En ocasiones, estos datos fríos se humanizan con una quimera: tenemos "amigos" en Facebook.

Definirnos a través de siglas sería una circunstancia inofensiva de no ser porque eso elimina la posibilidad de que una persona avale a otra. El trato ha caído en desuso como forma de certificación social. Durante siglos, las sociedades autentificaron las reputaciones a través de cartas de recomendación. En la automatizada actualidad, la frase "yo respondo por él" tiene sentido si se refiere a un doberman. Los humanos dependen de su historial bancario.

Es un lugar común decir que casi nadie se interesa en sus vecinos. Lo raro es que las máquinas se interesan en nosotros. Para circular socialmente, debes ser aceptado por el criterio de las computadoras.

Hasta hace tres meses yo pertenecía al sector atávico de los que no tienen celular. Compré uno para comunicarme con mi familia ahora que estoy en Princeton. Sin embargo, no pude contratar el servicio de roaming porque carezco de antecedentes telefónicos. En ese universo soy como Kaspar Hauser, un sujeto sin pasado. Lo curioso es que ningún otro historial crediticio me avala. Ya que dependemos de las máquinas sería significativo que dialogaran entre sí para que la computadora de Telmex o la de Banamex pudieran convencer a la de Telcel. Pero cada sistema es independiente. Al modo de las indescifrables ciudades de la antigüedad, un nuevo trámite es otra calle que va rumbo al infinito.

Quizá hemos dejado de asombrarnos con el territorio porque nuestra vida es un laberinto de datos.

Me reconfortó saber que en Nueva York la opinión de los demás aún tiene peso social. Para comprar un condominio, una pareja de amigos tuvo que recabar 14 cartas de recomendación: seis para ella, seis para él y dos para la mascota. Sin embargo, me decepcionó saber que las cartas a favor de mis amigos no hablaban de sus méritos afectivos sino de sus estados de cuenta y las cartas a favor de las mascotas no estaban firmadas por animales sino por veterinarios. En otras palabras, se trataba de una versión artesanal, es decir humana, de los certificados que expiden las computadoras.

Sería estupendo que la tecnología diseñara cajeros automáticos que nos conocieran a priori. Pero esto no sucede, y las dificultades con las máquinas comienzan a afectar la vida en común. "¿Cómo voy a confiar en él si ni el cajero automático lo reconoce?", oí que alguien decía.

Sabemos cómo son las ciudades antes de llegar a ellas. La nueva terra incógnita somos nosotros.

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