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Ínfula barataria

JUAN VILLORO

Hace años viví una experiencia digna de una crónica de Jorge Ibargüengoitia. Me refiero a mi fugaz participación en "La merienda del tlacoyo". Quien piense que esto alude a un festejo popular se equivoca. Así le decían a las reuniones convocadas por don Prisciliano J. J., uno de los Siete Sabios de Cuévano el Chico.

Me llevó ahí un ex alumno de mi tío Miguel Villoro Toranzo. Mi tío fue jesuita, profesor en la Libre de Derecho y la Ibero, y murió pocos años antes de los sucesos que cuento. "No es necesario llevar vestimenta formal", me advirtió su antiguo alumno. Entendí que podía ir de jeans (luego supe que ahí eso significaba otra cosa: tu traje no necesariamente tenía que ser oscuro).

Don Prisciliano era un hombre amable, de anteojos redondos y la tiesura de quien acaba de tragar pegamento. Su perro se llamaba Propercio. Pregunté por qué y él citó un verso: "qui dare multa potest, multa et amare potest". Respiró en el tono satisfecho de quien se acaba de lucir. Me disculpé por no hablar latín de corrido, pensando que la frase hablaba de una multa. Como el perro era policía, tal vez le habían puesto así para burlarse de los agentes de tránsito. Obviamente esta hipótesis resultó tan inculta como mi pantalón de mezclilla.

El amigo de mi tío había sido seminarista y vino en mi auxilio: "el que dar mucho puede, aun amar mucho puede", tradujo. Así supe que multa significa "mucho". Recordé que mi coche estaba mal estacionado, pero no me atreví a abandonar la reunión, que en ese momento pasaba a la Sala de las Vírgenes.

Vimos cuadros de pintores virreinales. "¡Qué cromatismo ubérrimo!", exclamó uno de los presentes. "¡La pátina no ha limado el rosicler de esas mejillas!", comentó otro. Los comensales no se limitaban a ver arte; ellos lo "justipreciaban".

En su único comentario personal, don Prisciliano me dijo: "Sé que eres un letraherido". La última palabra salió en tono tan elogioso que agradecí ser digno de esa lastimadura.

Bebimos un tequila áspero en jícaras de barro traídas de Cuévano. La cerámica soltaba un poco de tierra, pero todos la juzgaron ideal para "atemperar" el aguardiente. "¡El agave bien temperado!", bromeó un conocedor de Bach.

Acto seguido se discutió un magnífico discurso del presidente en turno, que sólo rivalizaba en esplendor con un impecable documento de la Cancillería. Me enteré de los méritos de los participantes. Todos eran funcionarios "de fuste", "hombres probos capaces de hacer cultura desde el memorándum".

Me dispuse a envejecer tres décadas durante la comida (sabrosa y abundante, o sea, una "gustosa cornucopia").

Un detalle ritual dobló de risa a los presentes: un tlacoyo fue colocado al centro de la mesa; don Prisciliano lo repartió como una ostia. "No hay nada tan feérico como el sentido del humor", dijo con seriedad de piedra un señor que se parecía a Fidel Velázquez.

A los postres entendí el sentido de mi presencia. "Es difícil ser un intelectual independiente en México". Tal fue el prólogo, o mejor dicho el "exordio" a lo que llegó después: "Tu tío tenía una casa en la calle de Perú".

Miguel Villoro había muerto intestado. Ellos confiaban en obtener la casa para una fundación cuyo objetivo sería conservar sus manuscritos, en riesgo de ser "dispersados por el viento y la desmemoria".

"La obra está lista, sólo falta el escenario", brindaron conmigo. Ignoraba que mi tío fuera propietario de una casa. Para cambiar de tema, pedí que hablaran de sus textos. Uno de los presentes era autor de un opúsculo titulado Si pluguiera..., otro había escrito los "viriles versos" de Cuévano: así de bronco, otro más había compuesto el tratado Norias y cuescomates de Aridoamérica (profusamente ilustrado por un ex gobernador de San Luis Potosí).

Antes de salir, el dueño de casa me mostró su "hirsuta biblioteca". Ahí saludé a un muchacho que comía una torta. Hacía su trabajo social para una universidad pública clasificando los libros del insigne erudito. Vi los "volúmenes dilectos" encuadernados en piel de becerro, regalados por un secretario de Gobernación.

Hay intelectuales que apoyan al poder con sus ideas, por genuina convicción. Otros comienzan como disidentes y se vuelven interesantes para ser cooptados. "La merienda del tlacoyo" me reveló otro grado del oficialismo intelectual, el de la ínfula. Posar de profundos era su única posibilidad de serlo. Si Estados Unidos perfeccionó la cultura de la celebridad (la gente famosa por ser famosa), ahora conocía la cultura de la ostentación. La petulancia de esas personas felices de citarse a sí mismas dependía del vacío interior. Debían ser huecos para que todo lo demás resultara adorno, alarde, apariencia: gente importante por ser importante.

Recordé a Sancho y su Ínsula Barataria. Había encallado en otra isla árida. Prometí averiguar qué pasaba con la casa de mi tío (días después supe con satisfacción que se había convertido en una zapatería).

Al salir de la cena me dirigí a mi coche. Vi un papel a la distancia. Tenía una multa en el parabrisas.

Me pareció merecida.

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