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'Ingrid vuelve a vivir'

De nuevo. Niños jugando en un depauperado barrio de San Pedro Sula, en Honduras.

De nuevo. Niños jugando en un depauperado barrio de San Pedro Sula, en Honduras.

EL UNIVERSAL

Osiris miraba la ensenada. Eran las ocho de la noche en el autobús a Tegucigalpa. Quien la viera, con los ojos estrellados de llanto, creería que aquella llamada la había dejado destrozada. Pero era un milagro, su milagro.

- Yo no pensaba en nada, viera. Mi hija se había ido con muchas ilusiones y yo no lo podía creer. ¿Quién va a pensar algo tan feo? Su prima la reconoció en las fotos, por la ropa, una blusita blanca y un suéter que llevaba ella. Yo, cuando vi su cuerpo lleno de sangre en el periódico, sólo me quise morir.

Osiris muestra el recorte del diario. Ahí se ve a Ingrid. El periódico la señala con nombre y apellidos. Los reportes de repatriación de las cancillerías mexicana y hondureña también la mencionan como una de las 72 mujeres migrantes asesinadas en San Fernando, Tamaulipas, el año pasado.

Quién sabe de dónde sacó fuerzas Osiris para ir por su niña. Quién sabe de dónde agarró valor para salir de su aldea, llegar a San Pedro Sula y luego, de camino a Tegucigalpa, ir mirando la ensenada por el cristal del camión, sin pensar en nada -"¿qué iba a yo a pensar si me mataron a mi niña?"-, para reclamar el cuerpo de la madre de sus nietos, la peinadora que, desempleada, como más de un millón y medio de hondureños, se fue a EU a buscar fortuna.

Pero sonó el teléfono.

 ESCAPE O LIBERACIÓN

Llegar a casa de Osiris no ha sido fácil. Es un caserío perdido en medio de un poblado cuyo nombre nunca se mencionará. A diferencia de cualquier otra parte del mundo, en esta aldea los camiones de basura no se llevan las bolsas de desperdicio sino que las dejan, para que las hurgue quien lo necesite. Y son bastantes.

Aquí, como en casi cualquier otro lugar que anduvimos de Honduras, los niños apenas se escuchan: están trabajando. Aquí hay yerba crecida, pero muerta. Por eso no huele a verdor. Hay un río muy ancho, pero seco. Hay mangos, lichis, aguacates, naranjas, carne de res, de pollo, pescado, un pastel, pero todo está atrapado en una revista que alguien tiró a la basura como si quisiera que llegara hasta este lugar.

Aquí está Ingrid. Se va a negar tres veces a hablar, porque le va la vida, dice. No a las fotos. No al video. No a las grabaciones. Sólo entonces comienza a hablar.

Ingrid salió de su pueblo con algunos de los 72. Lo ha comprobado con el tiempo, al ver sus fotos en los periódicos.

Pagaron los dos mil 700 dólares que cobró el pollero por la primera etapa, en San Pedro Sula, y abordaron un autobús que los trasladó a todos juntos hasta El Naranjo, Guatemala. Ahí ya los estaban esperando para llevarlos a Tabasco y de ahí, por Veracruz y Tamaulipas, hasta alcanzar por fin Estados Unidos. Pero aparecieron...

Dice que no quiere recordar cómo fue que regresó a Honduras. Sólo confiesa que el día que se enteró de la tragedia se llenó de miedo e hizo "todo lo que tenía que hacer" para volver a su casa. ¿El viaje de regreso fue difícil? Seguramente. Su silencio grita.

- Yo me quedé. En Veracruz ya no seguí -comenta.

- ¿Te fuiste o te liberaron?

Se queda callada. Piensa un rato, como si analizara si debe contestar.

- Me quedé... buscando trabajo ahí... no tenía dinero -contesta bajito.

- ¿Quién te ayudó?

- Unas gentes que conocí.

- ¿Quiénes eran?

- No me acuerdo

- ¿No te acuerdas o no te quieres acordar?

- No me quiero acordar. Ya me olvidé de todo eso. Ya no me pregunte, porque no quiero hablar de eso.

Apenas llegar a territorio hondureño, Ingrid intentó llamar a su casa. Decirle a su familia que estaba viva. Fue hasta un par de días después, a eso de las 8 de la noche del 31 de agosto de 2010, que logró comunicarse con su madre.

"Yo pensé que era mi otra hija. No la reconocía. 'Soy Ingrid', me decía. No la escuchaba. 'Soy Ingrid', me dijo varias veces. Me puse a llorar", recuerda Osiris.

Cuando alcanzó Tegucigalpa, madre e hija se reunieron y su historia se convirtió en la noticia más espectacular de cuantas se contaron entonces en esta tierra.

Desde que volvió, Ingrid no ha encontrado trabajo. Sabe cortar el pelo a la moda, dice, pero con la crisis económica lo que menos quiere la gente es cortarse el cabello. Y pocos piensan en la moda.

A veces, cuenta, piensa en lo que pudo pasar con los suyos si aquel cuerpo hubiera sido el de ella. Piensa en sus hijos y de inmediato en el dolor de aquella familia que ni siquiera pudo enterrar a su muerta.

"Debe ser como maldición tener tantos muertos sin enterrar, ¿verdad?", dice. Osiris ruega no ubicar el lugar donde viven. Su hija, incluso, suplica no identificar los nombres de sus hijos ni sus edades.

- ¿De qué tienes miedo? -le pregunto.

- De todo.

En medio de su casita de madera apolillada, con su cabello desaliñado, su blusa de tela luída, sus sandalias carcomidas por la tierra, Ingrid Marlene se abraza a uno de sus hijos y lanza su certeza: "lo que sí es que no vuelvo a irme".

Un aire caliente, sofocante, como si aquello fuera un caldero, se desata hasta provocar que el suelo queme. Cualquiera podría escribir que es como un infierno. Pero es peor.

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Escrito en: fosa san fernando

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