Las protestas populares en Túnez que forzaron la caída de Zine el Abidine Ben Alí que gobernó desde 1987, año en que derrocó a Habib Bourgiba y que estuvo en el poder hasta hace unos días.
Las repercusiones no se dejaron esperar en Egipto contra el presidente Hosni Mubarak, que durante más de 30 años ha gobernado el país. A los tres días del golpe en Túnez, se dieron en El Cairo, Alexandría, y en otras ciudades protestas populares semejantes. En ambos casos la extendida corrupción que se adueñó del sistema político dio pie a la repulsa popular.
Durante mi visita a El Cairo la semana pasada, tuve ocasión de percibir una general inconformidad contra el gobierno encabezado desde octubre de 1981 por el presidente Mubarak. La queja se cifraba por la grave disparidad de ingresos que contrastaba con la conocida corrupción de los funcionarios, empezando por la inaudita riqueza que se le atribuye al propio Presidente. La permanencia de Mubarak era ya repudiada. La presencia de soldados y policías y el sorprendente número de cuarteles, centros e instalaciones militares por toda la ciudad daba pie a entender que eran parte normal y necesaria para mantener la paz en el país.
Fue durante nuestra estancia en El Cairo que llegaron las primeras noticias de los disturbios estudiantiles en Túnez, que forzaron a Ben Alí a tomar el avión para la Arabia Saudita. La reacción de la prensa tanto egipcia como extranjera fue inmediata en el sentido de que en la región árabe podría repetirse el ejemplo tunesino.
A menos de una semana de nuestra salida de El Cairo los medios internacionales registraban las protestas callejeras. Las semejanzas se impusieron.
La prolongada permanencia de los regímenes de Ben Alí y Mubarak fue alentada por Estados Unidos y países europeos dentro de una estrategia para contener el avance de las fuerzas islámicas fundamentalistas. Hoy abundan los comentaristas que apuntan al error consistente en llevar esa política hasta el grado de apoyar regímenes cuasi dictatoriales que pierden su soporte popular inicial. El caso se ha presentado con demasiada frecuencia en todos los continentes.
Los países que no tienen suficiente musculatura económica y política para asegurar su independencia frente a las presiones externas son los que con mayor frecuencia caen sujetos a los intereses ajenos. La autonomía política va inevitablemente ligada a la independencia económica que se sustenta en la capacidad de proveerse de sus necesidades básicas. La mayor o menor diversificación productiva es un indicio importante.
Tanto Túnez como Egipto tienen poca diversificación en su producción. Sus exportaciones están concentradas en materias primas petroleras o minerales y ambos dependen significativamente del turismo. El sector de los servicios representa más del 50% de su actividad. Es natural que el actual porcentaje alto de desempleo como el 14% en Tunisia y 9.7% en Egipto, no ayuda tampoco para la tranquilidad social.
Los acontecimientos políticos que están en marcha en ambos países están inevitablemente ligados a lo prolongado de los gobiernos de líderes, que en su momento, gozaron de un amplio apoyo, por lo que constituyeron piezas importantes para las políticas de los países económicamente más poderosos del mundo.
Las oportunidades que sus largas gestiones ofrecieron para desarrollar equilibradamente sus economías con adecuados respaldos financieros se perdieron en desviaciones y corrupciones que los alejaron de sus pueblos.
Los procesos de transformación que se han desatado en Túnez y Egipto de la manera menos deseable, complicados por un ingrediente imprevisible que es la presión del Islam fundamentalista.
Esperemos que pronto se resuelvan en bien de la paz de esta región tan estratégica para el desenvolvimiento del Siglo XXI.