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José Agustín

JUAN VILLORO

 L Os mejores aniversarios nos dan vacaciones de nosotros mismos. No me refiero a las fechas cívicas que permiten subir a un coche en compañía de la familia, con juguetes inflables para ir a la playa, sino a los días que nos definen con tal fuerza que obligan a hacer un alto en el camino.

Hace exactamente 40 años tomé un tranvía con Pablo Friedmann, mi mejor amigo. A los 15 años hablábamos de un caudal de temas que se resumían en uno solo: el futuro. A la altura de Mixcoac, el barrio de mi infancia, le dije a Pablo que quería ser escritor. La palabra sonaba tan pretenciosa que la pronuncié en voz casi inaudible. Él me miró en espera de una aclaración. Dije que había leído un libro excepcional.

-¿Quieres ser escritor porque leíste un libro? -preguntó Pablo con desafiante sentido común.

Transcurrían las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, y agosto se extendía como una meseta sin rumbo. Mis días eran un tratado sobre la falta de sustancia. En esas condiciones, Jorge Mondragón, otro amigo que no solía leer, me recomendó De perfil, de José Agustín. Su entusiasmo me sorprendió de un modo tan preocupante que quise compartirlo. Hicimos una lectura bárbara del texto. Ignorábamos que se puede escribir ficción en primera persona: leímos esas páginas como un "manuscrito hallado", las auténticas confesiones de un adolescente. Lo singular es que el desconocido que protagonizaba el libro era idéntico a nosotros. La acción transcurría en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, el momento en que yo me encontraba. Acaso esta casualidad decidió el destino. Hay voluntades inquebrantables que se sobreponen a los elementos con una transfiguración -el cazador de focas que abandona los hielos para ser un genio del expresionismo abstracto-; otras surgen de modo más modesto, al verte en el espejo. Eso ocurrió con De perfil. Agustín calculó con tal pericia el efecto de identificación que no le puso nombre a su personaje: era único y era cualquier lector.

El descubrimiento de la lectura ocurre al margen del contexto. En ese lance primigenio confundimos el libro con nuestra biografía. De perfil me cautivó como si descubriera que respirar tiene sentido: el acontecer era narrable.

Esa lectura en espejo me llevó a la desmesura que confesé a Pablo en el tranvía. En la siguiente parada me bajé a comprar otro libro de Agustín.

El autor de La tumba narraba con la psicología y el lenguaje de los jóvenes, que en los años sesenta pasaron de categoría biológica a categoría cultural. Cada cierto tiempo, la singularidad que Hemingway encontró en Tom Sawyer -una voz que actualiza el horizonte- se vuelve necesaria en todas las literaturas. José Agustín reelaboró la espontaneidad. Su tejido oral no dependía del uso de la grabadora, sino de una cuidada construcción. Además actualizó un recurso que se remonta a El lazarillo de Tormes: la mirada del pícaro. En De perfil, el desubicado que produce irreverencias no proviene de otra clase sino de otra edad; como el célebre guía de ciegos, es un outsider sin más recurso que su ingenio.

La generación que creció al compás de Satisfaction y descubrió las tramas fantásticas en "Perdidos en el espacio" vio a Agustín como una opción literaria del pop. El montaje cinematográfico, los albures, las onomatopeyas de los cómics y el mundo de la psicodelia (que él prefiere llamar "psiquedelia") le permitieron una renovación equivalente a la que Manuel Puig logró en Argentina a partir del folletín, la prosa "hablada", la mitología de Hollywood y la alteridad sexual. Sin embargo, esta vanguardia también provocó un malentendido. El impacto contracultural de Agustín fue tan marcado que no siempre se subrayaron sus méritos estilísticos. Uno de sus pasajes más intensos es la persecución en coche que abarca unas 50 páginas de Se está haciendo tarde (final en laguna). Escrita en la cárcel de Lecumberri, la escena revela que el encierro puede ser una forma de la libertad. El tour de force se repite en la obra de teatro Círculo vicioso, historia de una noche en prisión.

Aclamado como vocero de una generación, José Agustín supo luchar con su fantasma. En Cerca del fuego renovó su voz a partir de un personaje que pierde la memoria. Siguiendo los 64 hexagramas del I Ching, la novela explora el futuro del protagonista y del propio autor.

Con Gabriel García Márquez escribió una adaptación al cine de Bajo el volcán. La novela de Lowry es el modelo de Se está haciendo tarde, que transcurre a lo largo de un día y en forma alucinada mezcla las nociones de infierno y paraíso. Acapulco adquiere ahí indeleble presencia. Años después, Agustín regresaría al escenario en Dos horas de sol. Este imparable camino de investigación narrativa llevó a otras escalas decisivas: la percepción alterna de la realidad (Vida con mi viuda) y la psicodelia convertida en gastrosofía (Armablanca).

Los mejores aniversarios nos dan vacaciones de nosotros mismos. Cuarenta años después, no deja de asombrarme la fuerza de un libro para cambiar la vida. Gracias, José.

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