La soberbia, como seguramente usted lo sabe, es un pecado capital. Esto quiere decir que aquel mortal aquejado por este mal del alma puede entrar, sin visa, al meritito infierno. Yo concuerdo con Eduardo Brizio, veterinario de profesión y filósofo de ocasión, cuando afirma que el único pecado por el cual valdría la pena ingresar al horno es la lujuria, porque igual se estará condenado al fuego eterno y a indecibles sufrimientos pero lo bailado, quién lo quita, y menos la mordidita en la oreja y la sobada de espalda.
Pero bueno, el tema es que hay personas que se erigen en jueces de los demás y lo peor es que se escudan en la religión. Son los clásicos que ven la paja en el ojo ajeno y no se percatan que en el suyo, no hay una viga sino una ballena de concreto tipo obra en el periférico. Además, siendo una virtud la tolerancia, ellos la eliminan so pretexto de predicar la verdad. ¡Ay, en la madre!
Usted me dirá: ¿Y a qué viene esta insulsa perorata en torno al pecado y las creencias religiosas? Pues bien, a que el respeto que se merecen las ideas de todos debe ser puesto de manifiesto exactamente igual, es decir, por todos y no creer que el abrazar determinada creencia, fe o religión, le permite a un individuo a colocarse por encima de su prójimo.
Esta columna quiere aludir, directamente, a Marco Antonio Rodríguez, y no en su faceta de árbitro sino de ser humano.
Marco es un hombre religioso, practicante de su culto y comprometido con su feligresía. Hasta ahí, sólo debería de cosechar respeto y en su caso, hasta admiración. El problema es que se ha fanatizado hasta el punto de rechazar cualquier postura contraria a sus ideas y esa intolerancia la ha convertido en un estilo de vida.
En una ocasión, me cuentan amigos chiapanecos, tras un encuentro de Jaguares, asistió a un oficio religioso de su congregación. En él pronunció un encendido sermón aludiendo a la constante presencia de Satán en la vida cotidiana, y para ejemplificarlo se valió de los personajes creados por Walt Disney que, desde su óptica, envenenan la mente sobre todo de los chiquillos y las chiquillas, diría el maestro Fox.
Le dio tanto carrete al auditorio que al final, tras su invitación a eliminar esos símbolos diabólicos, la gente formó una gran pira donde se veían desde tenis con la figura de Mickey Mouse hasta gorras de Toy Story o camisetas de Winnie Puh y acto seguido, bajo la mirada vigilante del pastor, les prendieron fuego.
El problema es que así arbitra Marco Rodríguez: incendiando las pasiones y creyendo que sólo su concepto de "verdad" es el que vale. Su último trabajo en el San Luis ante Tecos demuestra que el "Chiqui" está poseído pero no por el diablo, a quien tanto teme, sino por... la soberbia.
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