E N la segunda mitad de los ochenta con el debilitamiento y posterior caída de los gobiernos del socialismo real en Europa del Este; particularmente, a partir de 1989 con el triunfo del Partido Solidaridad en Polonia y el derrumbe del Muro de Berlín, en noviembre de ese año, y la balcanización de la entonces URSS, en 1991, el neoliberalismo lucía como la única opción viable para el mundo y los estados nacionales.
Aunque se admitían las fallas de los modelos propuestos: el socialismo y el mismo Estado del Bienestar, que también entró en crisis en algunos países, ante la insuficiencia de recursos para garantizar la satisfacción universal de las necesidades básicas de la población, muchas fueron las voces que advirtieron que los problemas socioeconómicos que dieron origen a propuestas alternativas al liberalismo persistían. Estas voces manifestaban claramente la persistencia de la pobreza, la desigualdad y el creciente desempleo. Sin embargo, las advertencias no fueron escuchadas.
Tampoco se atendieron, con la acuciosidad y esmero que merecían, las repetidas crisis económicas que brotaban en las llamadas economías emergentes. En diciembre de 1994, reventó la primera crisis en México, el error de diciembre dio pie a una crisis que afectó a otros países, aunque pudo evitarse su globalización, gracias al auxilio del gobierno norteamericano. El llamado efecto tequila no pasó a mayores.
En julio de 1997, se desató la crisis financiera asiática, que incluyó a Malasia, Indonesia, Filipinas, Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur e incluso a Japón, en lo que se conoció como el efecto dragón. Y en 1998, alcanzó a Rusia, con el efecto vodka; y después a Brasil, con el efecto zamba; y todavía en el 2001 y 2002, a Argentina, con el efecto tango.
Todo esto se minimizaba, porque finalmente bastaba la intervención de los organismos financieros internaciones (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, principalmente) y el apoyo de los países desarrollados (principalmente, Estados Unidos, pero también los europeos y Japón) para contener los impactos de estas sucesivas crisis y preservar la estabilidad internacional, aunque sin evitar ni siquiera mitigar los estragos al interior de cada uno de los países.
Sin embargo, a mediados de 2007 empezaron a aparecer los primeros síntomas de la crisis de las hipotecas subprime en el mercado norteamericano y en el primer trimestre de 2008 la economía del vecino del norte se contrajo 0.7%, todavía en ese momento se consideraba manejable el problema. Era el inicio de la recesión más larga desde la segunda guerra mundial, que oficialmente concluyó hasta junio de 2009, es decir, 18 meses de recesión.
Dicha crisis era la manifestación más clara, hasta esos momentos, de los graves problemas estructurales que enfrentaba el sistema financiero internacional y el neoliberalismo. En la segunda semana de enero de 2009, escribí en este mismo espacio: "...la crisis también abre la posibilidad de revisar a fondo las reglas del neoliberalismo y el papel del Estado...la recomposición de los bloques internacionales y los equilibrios globales... [y] la posibilidad de modificar la correlación de fuerzas a su favor [de los países emergentes] y de encontrar fórmulas más justas de interacción en el mundo globalizado".
Nada de esto sucedió, el gobierno norteamericano rescató a las financieras y algunas empresas de otros sectores de la economía con recursos públicos y parecía que podían seguir adelante sin mayores sobresaltos. Especialmente cuando en el 2010 las economías mostraban tasas de crecimiento interesantes. Pero el rescate gubernamental simplemente difirió algunas de las manifestaciones de la crisis.
En 2011 empezaron a aflorar los excesivos de endeudamientos de varios de los gobiernos nacionales, como ya señalaba en un artículo en este mismo espacio en la primera semana de agosto de este año.
Y, desde luego, los impactos de las sucesivas crisis económicas empezaron a causar problemas sociales y éstos condujeron a las manifestaciones de descontento. En Chile los estudiantes recrudecieron sus protestas y lograron sumar a más de 400 mil manifestantes, montar huelgas de hambre y hacerse oír con una serie de acciones que todavía no terminan; en España, el 15 de mayo se inició el llamado movimiento de los indignados, cuyas repercusiones se hicieron sentir por todo el mundo el pasado 17 de septiembre, donde hubo manifestaciones en Brasil, Tel Aviv, Berlín, Milán y Nueva York, entre otras ciudades.
Y, más allá de los actos vandálicos y de delincuencia común que aprovecharon el momento, el gobierno británico tuvo que reaccionar ante los hechos violentos que sacudieron a Londres y algunas otras ciudades importantes a principios de agosto. El saldo no es menor 5 muertos, 1,400 detenidos y miles de millones de libras esterlinas en pérdidas.
Obvio, en México las repercusiones también son mayores, como ya lo señalaba en este mismo espacio la primera semana de agosto: se incrementó el número de pobres multidimensionales en 3.2 millones de personas y se redujo el ingreso promedio de los mexicanos en 12.3%. Y aunque aquí todavía no vemos movilizaciones y acciones de protesta como han sucedido en los países señalados en los párrafos previos, quizá la manifestación más cruel del agotamiento de este modelo es precisamente la creciente inseguridad y criminalidad que padecemos diariamente.
El mayor problema es que hoy (a diferencia de lo que había sucedido en el pasado, donde cada vez que se agotaba un modelo de estado ya estaba preparada la alternativa) no parece haber una alternativa viable, pues la llamada tercera vía ni siquiera ha funcionado en los países europeos.