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La madre marca para siempre

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

 Y O era un niño deliciosamente desordenado y mi madre me ordenó.

Llegaba por las tardes de la escuela y aventaba la mochila en cualquier lugar del corredor; luego la camisa, los zapatos y los pantalones. Llegaba el cuarto desnudo me ponía cualquier ropa y me salía a jugar.

Mi madre debe de haber observado esa conducta muchas tardes hasta que se propuso terminar con ella.

Un buen (o mal) día, llegué del colegio y ella me siguió por todo el recorrido de la casa. Yo tiraba algo y ella, sin decir nada, se agachaba a levantarlo.

Ese ejercicio duró quince días, hasta que caí en cuenta que no era justo que yo regara cosas y ella, con paciencia y amor, se agachara a recogerlas.

Un día lo dejé de hacer y sellé mi suerte para toda la vida. El orden es una obsesión para mí, lo cual no quita que de vez en cuando, alguien tenga que recordarme que hay tiempos y momentos para todo.

Y gracias a Dios me he topado con algunas de ellas, lo que me recuerda que debemos ser ordenados y cuidadosos con nuestras cosas.

Mi madre fue una mujer que no tuvo oportunidad más que de cursar primaria, lo que en su tiempo era bueno, pero no suficiente. Leía con agrado y memorizaba poesías sin parar. Amaba la poesía y le fascinaba los clásicos.

Odiaba a Antonio Plaza, pues decía de él que era un vulgar y un majadero. Pero de ahí en fuera le gustaban muchos de los viejos poetas.

Amaba también sus rezos y ritos. Todo lo relacionado con la religión católica le atraía y en la puerta de mi casa, hubo siempre una calcomanía que decía: "Este hogar es católico. No se admite propaganda protestante".

Rezaba el rosario a diario y desde niña aprendió completa toda la letanía. Cuando decidía rezar el de 15 misterios nos tenía horas hincados respondiendo Aves Marías y Padres Nuestros por horas.

Criada en el pequeño pueblo de Viesca, Coahuila, su vida fue muy limitada, máxime que quedó huérfana a los seis meses de nacida. Es decir, nunca conoció a su padre.

Por ello, quizás, era una mujer enérgica y decidida, por no decir que terca, pero con un corazón inmenso.

Así es como son la gran mayoría de las madres, pues estoy consciente que las hay que te marcan y para mal, para el resto de tu vida.

Se ensañan con los hijos, los maltratan y los echan de la casa. Son niños que vagan por el mundo labrándose un futuro ellos solos y aún así, logran salir adelante.

Pero el amor más dulce que uno pueda probar es el de la madre. La cocina más deliciosa, la que añoramos toda la vida, aunque sea en parte, es la de la madre.

Nunca podré olvidar aquel pay de limón, ni las tortillas de harina acabadas de hornear.

Todos guardamos en la memoria ese tipo de recuerdos y cuando por casualidad nos enfrentamos a aquellos olores, la memoria se atiborra de añoranzas y ricas vivencias.

No hay amor más metido en el corazón que el que tuvimos y seguimos teniendo por nuestra madre.

Por más lejos que esté, o por más años que tenga de haber partido, siempre las recordamos.

Aunque también hay casos, muy pocos por cierto, que este recuerdo se centra en el padre. Su loción preferida, su tabaco o su crema de afeitar. Pero debemos reconocer que son los menos, los más están anclados en el lado materno.

Sería, porque antes, las madres estaban es la casa y ellas criaban o malcriaban a los hijos, según el caso, pero eran preponderantemente, ellas.

A ellas les debemos la mayoría de las cualidades o defectos que tenemos al crecer, porque la madre marca para siempre.

Dejan una impronta imborrable que se va haciendo más notoria con el tiempo. Algo de nuestras madres aflora cada día en algún lugar.

No sólo son los genes que nos heredaron, sino también formas, hábitos y costumbres que aprendimos de ellas.

Por todo ello, dondequiera que estén, les deseamos felicidades este próximo día diez.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su Mano".

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