Las últimas semanas han sido de prueba para el mundo. Quiebras en todos los frentes retan los parámetros en que veníamos normando las convenciones de la vida pública y los valores personales.
El estrepitoso colapso de la confianza hasta ahora sostenida en la solidez de la economía norteamericana se regó como pólvora prendida a los centros financieros dejándolos al garete, sin ancla ni punto de referencia para cálculos de valor ni piso para perspectivas. Los efectos salieron como relámpago por las redes intercomunicadas y, bajando, nivel tras nivel, llegaron a las economías caseras que son las que determinan la salud o enfermedad de las comunidades nacionales.
Fue irresponsable y frecuentemente criminal el manejo de las arterias del crédito o de la especulación por el reducido grupo de operadores dueños de las manivelas que controlan un mar de recursos a sus órdenes y arbitrio. Sus maniobras, exhibidas a un público con la información instantánea de que ahora dispone, provocaron una buena parte de la indignación callejera que vemos en las ciudades de Europa.
No sólo los pequeños, pero poderosos, grupos de operadores bursátiles y financieros son los que llevan una culpa clara del desmoronamiento social que muchos ven en los violentos sucesos de las últimas semanas. El esquema de producción vigente en todo el mundo contiene un elemento larvado potencialmente destructivo que cobra sus presas dividiendo a las sociedades industriales más desarrolladas en hondos pozos de pobreza a la vista de las élites que saben aprovechar los muchos caminos a la exagerada y ostentosa prosperidad.
La creciente clase media, a la que muchos hemos querido asignar la tarea de ser puente entre esos dos sectores más bien repudia su cuna para fijar sus aspiraciones en los que han llegado a las cimas de la comodidad personal. Ocupados en su diario empeño, poco hacen como grupo para tender la mano a los desvalidos.
El fenómeno de desunión tiene su correspondencia en el ámbito político de todos los países y donde, con muy escasas excepciones, sus profesionales aplican sus carismas en provecho personal. Desvinculados de las expectativas de sus electores los políticos y los partidos a que pertenecen se dedican a asegurar su permanencia en los puestos del ejecutivo o legislativo.
Tanto en el campo financiero, empresarial como el político las necesidades de las mayorías reciben la atención que les sea redituable a los poderosos otorgar.
La ironía de este escenario es que, en cada caso, los actores están impulsados y hasta legitimados por los parámetros de éxito que medido por lo monetario o por la compulsión del poder. No hay alternativas. Parece impensable sustraer a la sociedad moderna, a la que hemos llegado y que se propone como modelo a los países "emergentes".
Contrario a lo anterior, las multitudes de jóvenes que se agolpan en los barrios londinenses, como hace pocos años lo hicieran en los de París, y el M-15 que se instala en la Puerta del Sol se parecen a las que derrocaron a sus gobernantes en Túnez y Egipto o ahora se rebelan en Damasco o Homs. Su caótica demanda nace de no tener ocupación que les dé seguridad, inspiración y dignidad.
En México, a los temas anteriores se añade la terrible realidad de las mafias que hoy hay que domar o extirpar por todos los medios institucionales a nuestro alcance. Se dice que esto se origina en la pobreza que según el Inegi abarca ya cincuenta por ciento de la población. No es ella la única razón. Más pesa en el mundo entero la incultura y falta de capacitación para el trabajo útil. La educación es el indispensable recurso, no el único, pero imprescindible, contra la miseria y la violencia en las calles.
Los tres sectores, financieros, empresarios y políticos tienen que responder a la gran prueba del momento. Con fe e inquebrantable optimismo.
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