¿Cuál es el mensaje que nos mandan los dramáticos acontecimientos del momento en el mundo árabe-islámico?
Ya tomamos nota de la incapacidad de las capitales europeas y de Estados Unidos frente a las angustiadas revoluciones populares en el Magreb y otros puntos del mundo islámico contra las dictaduras que por décadas abrumaron a sus pueblos canjeando libertades elementales por precarios progresos.
Ante el compromiso humano de solidarizarse con el clamor por democracia, los países desarrollados de Occidente vacilan y dejan pasar, día tras día, su definición.
El caso de Libia es, desde luego, el más impactante. La feroz reacción del coronel Muammar el-Qaadafi, más criminal que nunca, pasma a los gobiernos "civilizados" como si les aterrara la amenaza de alguna sanguinaria venganza suya o un chantaje basado en alguna vieja cuenta pendiente con un jefe de Estado europeo. Junto a los vetos de Rusia y China, se congela la única acción sensata que es ordenar de inmediato, impedir que la fuerza aérea siga el asesinato masivo de su propio pueblo a penas improvisadamente armado y organizado.
El significado de la pusilánime actitud de Occidente nos llega como demostración de cómo intereses materiales enquistados ahora ligados a la comodidad de altos niveles de vida ablandan la voluntad y congelan una acción solidaria para el necesitado.
A pesar de tantos siglos de relaciones que han guardado con Gran Bretaña, Francia, España e Italia, y después con Estados Unidos, los sucesos en Túnez, Egipto, Libia, Marruelos, Sudán y Baréin, revelan la triste realidad de la profunda distancia psicológica y cultural que separa a las dos comunidades.
Los pueblos que ahora se han alzado, con ejemplar entrega heroísmo, derrocar a sus malos gobernantes para emprender una nueva vida política y económica están, para efectos prácticos, solos. Ellos tendrán que encontrar cómo, primero terminar la guerra civil, para luego forjar sus propias fórmulas de convivencia y patrones de gobierno, distintas al tipo de las instituciones políticas que funcionan con éxito en los países europeos y en Estados Unidos.
El respaldo que éstos seguramente acabarán por brindarles podrá ser generoso en lo económico, pero en lo conceptual su contribución para la edificación de su nueva sociedad será necesariamente corta.
La ruta que ahora emprendan los pueblos árabe-islámicos partiendo, de sus turbulencias actuales, sin duda abrirá soluciones nuevas diseñadas para esa parte del mundo en materia cívica y administrativa.
El proceso apenas se está iniciando en Túnez y Egipto con los encuentros de ministros, militares y políticos de experiencia y arraigo popular. El camino es largo. Para los países del Occidente, cuyo mayor interés es que se perturbe lo menos posible los arreglos petropolíticos a que se habían llegado partiendo de la primera guerra mundial, la espera será demasiada.
Son perfectamente previsibles nuevos intentos de intromisión de los países industrializados, pero ahora sus credenciales para hacerlo están gastadas y manchadas. Ellas siempre transparentarán sus verdaderos intereses mas sin el poder de sus acorazados.
La brecha de confianza se abre más entre el mundo árabe-islámico y las potencias que antes todo lo definían.
Para nosotros los latinoamericanos ocupados en nuestros propios procesos de desarrollo a veces erráticos en marcha, y cuyos éxitos se ligan a la rapidez con que rescatemos nuestras ineficiencias y desperdicios, el drama que observamos en los países árabes que comentamos nos hace reflexionar en que las grandes potencias, Estados Unidos, Europa y ahora China, nunca nos ofrecerán apoyo más allá de sus intereses inmediatos. La solidaridad internacional es limitada. Los pueblos que nos esforzamos por avanzar en cualquier sentido lo tenemos que seguir haciendo con nuestras propias energías.
Hay que mirar de frente, jamás a los lados.
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