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La vegetación de Torreón

ANTONIO E. MÉNDEZ VIGATÁ

El sol abrasador, la sequedad desértica y unas variaciones de temperatura capaces de hacer oscilar el termómetro en más de 25°C en un mismo día, son algunas de las inclemencias a las que el clima de nuestra región somete no sólo a todos los seres vivos que habitamos aquí, sino también a nuestros edificios, urbanizaciones, parques y vehículos.

La Laguna nunca ha sido fácil, requiere de un temple especial, de una capacidad de adaptación y de una flexibilidad asombrosa. Hay que sobrevivir las sequías, las lluvias torrenciales que de repente se presentan y desde luego, las tolvaneras, tormentas de un polvo tan fino que no hay puerta ni ventana que logre impedir que entre al interior de nuestros hogares.

Aquí nacimos, aquí trabajamos y seguramente en esta tierra algún día descansarán nuestros restos, pero asombra que a pesar de las por lo menos cinco generaciones de laguneros que han vivido en esta región y de que la naturaleza parece repetirnos una y otra vez la misma lección, continuemos cometiendo los mismos errores año tras año.

En febrero pasado, experimentamos una helada "negra" que acabó con la mayor parte de los jardines de la ciudad. El efecto fue devastador y aún se pueden ver los despojos de cientos de árboles muertos en nuestras calles y avenidas.

Entre muchas otras especies de plantas, se acabaron los laureles de la India, los ficus y al ver ese triste espectáculo, vinieron a mi mente los comentarios que desde hace décadas Len van der Graaff -un estimado amigo y colega- ha venido repitiendo sobre la imperiosa necesidad de que sembremos una vegetación más apropiada para nuestro clima.

El 12 de diciembre de 1997 vivimos una terrible helada e inusual nevada, experimentamos las temperaturas más bajas desde que se lleva registro (-8°C), perdimos muchos árboles y plantas, pero luego repetimos el error de reemplazarles con las mismas especies y así condenamos a nuestros jardines a sufrir unos pocos años después el mismo destino.

Si quisiéramos asegurarnos de que no se repitiese la historia, de que el esfuerzo por sembrar y cuidar nuestros jardines y evitar que la inversión de ese tan preciado recurso en nuestro desértico clima, como lo es el agua, se desperdicien, deberíamos, tal y como recomienda Len, plantar especies locales como el mezquite, la retama (también conocido como palo verde) huizaches, lechuguilla, biznagas, cardenche, guayule, magueyes, jojoba, además de la infinidad de cactáceas que adornan a nuestro entorno. Pero es curioso, tal parece que nuestra sensibilidad se ve herida cuando utilizamos este tipo de vegetación, todavía resuenan en mis oídos los duros comentarios de algunas personas cuando el municipio siguió el ejemplo de ciudades como Tucson y empezó a sembrar en algunos camellones vegetación xerostática, es decir plantas adaptadas para sobrevivir en climas secos. Tal vez la austeridad de estas especies, su poca exuberancia, el hecho de que para protegerse un buen número de ellas tiene espinas y en ocasiones escaso follaje, las hace poco atractivas para algunos gustos, pero no hay que olvidar que también tienen sus virtudes. Cuando florecen son un espectáculo, ¿quién puede olvidar el hermoso color amarillo que cobran los palos verdes en flor o las exóticas flores con que se adornan las cactáceas? Tienen deliciosos aromas tal y como sucede con el del mezquite, consumen poca agua y requieren de poco cuidado. Por otro lado, están perfectamente adaptadas para enfrentar las inclemencias del clima de nuestra región, por lo que pueden sobrevivir sin mayor daño heladas, el inclemente sol, la falta de agua y las torrenciales lluvias que ocasionalmente inundan el antiguo lecho de la laguna de Mayrán y las secas riberas del Nazas. Es más, a pesar de su poco follaje, son capaces de brindar una refrescante sombra y de convertirse en el refugio de muchas especies de aves y animales totalmente característicos del desierto.

Tal vez me equivoque, y más que un rechazo a este tipo de vegetación xerostática, lo que motiva a los laguneros de estos tiempos a sembrar plantas del trópico, que requieren de mucha agua, de un ambiente cálido-húmedo para sobrevivir y que no están realmente adaptadas para muchos de los insectos que habitan nuestro entorno, es la manifestación del comprensible deseo de vivir en un oasis y no en el desierto.

De ser así deberíamos -tal y como hicieron los primeros pobladores de nuestra ciudad- sembrar plantas de otros lugares que se adaptan bien a las condiciones climatológicas y al ecosistema de nuestra región. Especies que requieren de poca agua y cuidados, tales como el pinabete, una variedad de pino, propia del norte de África, que utilizaron los agricultores como barrera protectora de sus sembradíos. Cabe mencionar que este árbol tiene la particularidad de seguir vivo aun cuando se caiga y que posee la virtud de que sus hojas actúan como filtro, pues están cubiertas de una resina que retiene el polvo. O bien el eucalipto, proveniente de Oceanía, que contiene un aceite de agradable aroma poseedor de propiedades desinfectantes y que es capaz de alcanzar grandes alturas, especie que en mi infancia cautivaba mi imaginación pues fue utilizada para crear un impactante y sombreado túnel vegetal que adornaba el trayecto entre Gómez Palacio y Lerdo. También el pirul o pirú, un árbol proveniente del Perú, de ramas gráciles y alargadas, cuya corteza tiene propiedades medicinales muy apreciadas en la herbolaria. Y desde luego, una infinidad de variedades de palma, como la washingtonia, que desde hace más de ochenta años adorna a la avenida Morelos.

Si bien es cierto que durante algún tiempo, a un gran costo y cuidados se pueden hacer crecer y prosperar algunas plantas tropicales, el hecho es que no podemos ir contra la naturaleza, pues ésta a la larga nos cobrará la factura y a través de una plaga o de una helada se deshará de aquellas especies que no son apropiadas para nuestra región.

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