Hace algunos años leíamos la noticia con diarreica angustia, sudores y bochornos: En el año 2 mil, el mundo se va a acabar. Sin embargo, hace rato que el susodicho año 2000 pasó y ya ni nos acordamos de que era el que supuestamente nos iba a traer la fatalidad.
Desde que el hombre (y la mujer) existen, en la historia de la humanidad ha habido multitud de presagios de esa naturaleza: el mundo está viviendo ya en tiempos extra –dicen- y aquí no va a haber ni siquiera serie de penalties. Se acaba porque se acaba y eso sucederá a la voz de ¡ya!
Para esta clase de infundios, falacias o falsedades, es muy frecuente que se escoja una fecha muy destacada como es la llegada del año 2,000, pero hay otras que ni a eso llegan.
En el milenio anterior, cuando corría el año 960 para ser más precisos, un teólogo alemán sacó de onda al mundo al anunciar que a éste (al mundo) le quedaban 32 años de vida. Todos se quedaron de momento muy tranquilos, pero los que ya sabían sumar, cuando iba llegando el año 992 andaban con bascas y vómitos nada más de la pura preocupación.
¡Ya se va a acabar el mundo compadre, así que mejor págame lo que me debes si quieres evitarte problemas posteriores…! Y el otro: N’hombre, ¿cómo que págame? ¿Y luego si ni se acaba?… así eran las discusiones en ese tiempo. Todo el mundo andaba asustadísimo, pero el hecho es que el mundo no se acabó. Lo que se acabó fueron las uñas porque todos se las habían mordido nomás de puro sobresalto y había quienes hasta se mordían otras cosas, pero el mundo siguió incólume e impertérrito.
Pues si las cosas en el 992 estaban color de hormiga, al llegar al año mil se pusieron aún peor porque decían que el fin era una predicción apocalíptica de la Biblia. Todos preguntaban ¿…una predicción apocalíptica? ¿a poco? Y nomás tragaban camote, pero llegó el año mil y pasaron muchos más y el mundo siguió vivito y coleteando.
Al poco tiempo, nada más dejaron pasar unos siglitos y ahí están. ¡Otra vez la burra al trigo! Algún matemático loco hizo unos cálculos marcianos y salió a la calle gritando que el mundo nada más traía garantía para 7 mil años y que, como se había inaugurado 5590 antes de Cristo, entonces, para el 1410… ¡ffffummmmmm! ¡Chicken go! ¡Se acabó! Pero llegó la fecha y no hubo nada.
Otro alemán, Johann Stoffler que por lo visto estaba más loco que una cabra germánica parada de manos, también sacó de su ronco pecho la premonición de que iba a haber una inundación devastadora que estaba programada para el 20 de febrero del año 1524 y que nadie iba a sobrevivir. Qué bien se nota que este Johann no había venido a mi querido Monterrey porque todavía ni se fundaba, pero ni se imaginaba lo que pasa aquí cuando le da por llover recio. Total, que esta predicción también se cebó.
En 1665 un tipo que tenía el atrevimiento de llamarse Solomon Eccles se quitó sus garritas y así, completamente “en Cuernavaca” salió a las calles de Londres con una vasija de azufre encendido en la cabeza, gritando “¡Ahi viene el juicio finaaaal! ¡Ahí viene el juicio finaaaal y la destrucción del mundoooo! Pero lo único que logró fue que lo metieran al bote por andar exhibiendo sus miserias y además, porque el azufre quemado apestaba horriblemente.
Así ha habido en la historia de la humanidad montones de predicciones pero parece que, de momento, el mundo sigue y sigue su marcha.
PREGUNTA DEL PÚBLICO:
¿Cómo se dice: yo coso o yo cuezo? pregunta Amalia Vega Puga.
RESPUESTA:
Depende del verbo al que te estés refiriendo. Yo coso es acción del verbo coser con S que significa unir con aguja e hilo; por ejemplo “… yo coso los pantalones”. Yo cuezo se usa cuando estás conjugando el verbo cocer con C que significa poner algo al fuego, como es el caso de “… yo cuezo los frijoles”.
Frase bastante lógica para terminar: El clásico tirano es un individuo que luchó por la libertad y luego se quedó con ella. ¿Cómo dijo? ¡LAS PALABRAS TIENEN LA PALABRA!