Libros para los que no ven
Jorge Luis Borges, que no creía en un Universo abierto al azar, en su Poema de los dones con una sólida resignación se refirió así a su ceguera: Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.
Para un amante de la lectura quedarse ciego constituye una desgracia mucho mayor que para el resto de las personas, pues aunque es factible codificar textos en sistema braille desde 1825, resulta innegable que las posibilidades de lectura disminuyen de manera drástica al presentarse la ceguera, sobre todo en países como el nuestro, con una exigua oferta editorial y en que los textos en braille son difíciles de obtener. Menos mal que la inventiva de Thomas Alva Edison y los tecnólogos que le sucedieron ha mitigado los efectos de la escasez de libros en braille y de personas dispuestas a leerles en voz alta a sujetos invidentes. Edison queriendo aliviar la situación de un amigo, lector voraz que inesperadamente quedó ciego, inventó el fonógrafo, aparato maravilloso antecedente de todos los reproductores de sonido que conocemos. Paradójicamente, Edison en un principio no se dio cuenta de sus posibilidades para reproducir música. Ese aparato generó una industria altamente lucrativa, de ganancias más que billonarias.
A propósito del sistema braille el famoso escritor británico Aldous Huxley, autor de novelas tan memorables como Un mundo feliz, padeció una degeneración ocular que a decir de los médicos le iba a dejar ciego y anticipándose a tan infausto evento se esmeró en aprender dicho sistema. Para su fortuna el doctor Bates, oftalmólogo heterodoxo, le ayudó a evitar la pérdida de la visión. De todos modos Huxley aprovechó el braille. En plena época invernal disfrutaba leer usando su tacto en la oscuridad de su alcoba y bajo mullidos cobertores, que según afirmó, le hacían recrear la plácida vida intrauterina.
Hace varios años una vecina que fue mi maestra de Biología en secundaria, sin síntomas previos, perdió la vista a consecuencia de un glaucoma. Ella era una profesora sumamente popular y además conocida como una gran lectora, y por eso de inmediato mucha gente se declaró dispuesta a visitarla y a leerle en voz alta sus textos favoritos, pero me tocó atestiguar que tras unas cuantas semanas aquella disposición empezó a escasear hasta desaparecer por completo. Impresionado y convencido de que existía la posibilidad de que yo también perdiera la vista en el inasible porvenir, decidí grabar mis libros predilectos en casetes.
Para tan extravagante conducta el mejor acicate fue el hecho de darme cuenta de que si mi ex maestra batallaba para que le leyeran en voz alta no obstante su popularidad, yo la tendría más difícil, pues mi inveterada timidez me acostumbró al aislamiento y mis verdaderos amigos podían y pueden contarse con los dedos de una mano. Así se fueron acumulando los casetes y acabaron siendo guardados en cajas de zapatos. Aquella manía duró un par de años y aquellas cajas con cajitas (cassette en francés significa cajita) quedaron arrumbadas, primero en un clóset y más tarde en un cuarto de trebejos. Por cierto, para llenar las dos caras de un casete invertía varias horas, pues en mi obsesión no admitía ni el menor error al grabar la lectura. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, como dijera Salomón.
Los frutos de aquellos ridículos afanes quedaron bajo el polvo y el olvido. Y qué bueno que así ocurriera, pues la tecnología actual pone a nuestro alcance recursos que parecían un sueño irrealizable hace un par de décadas. Venturosamente, los reproductores digitales han mejorado la vida de infinidad de personas. A mi invidente ex maestra eso ya le consta; alborozada expresa que cuenta con millares de libros. En realidad son millones. Ella vive mejor y por mi parte, a pesar de mis obsesiones, estoy más tranquilo. Sin duda, el mismísimo Borges lo habría apreciado.
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