Na de los méritos que habría que agradecerle a Felipe Calderón es que sus hijos vivan apenas su primera infancia. Nos libramos de bodas fastuosas en Los Pinos o en el Castillo de Chapultepec, pero sobre todo pudimos evitarnos los excesos de los juniors presidenciales como los que con Vicente Fox y Martha Sahagún adquirieron rango de ligas mayores. Todavía está pendiente una investigación honesta y cabal sobre las inmensas fortunas y propiedades acumuladas por los hermanos Bibriesca Sahagún.
Una virtud pues, que Calderón tenga hijos pequeños, pero una lástima que no haya sido hijo único. Michoacán se habría salvado de una candidata de capacidades dudosas y de una posible gobernadora cuyo mayor mérito es ser la hermana del presidente en funciones.
El territorio está plagado de hermanos e hijos incómodos. Desde los casos de los retoños de Marco Antonio Adame, gobernador de Morelos, que se han caracterizado por una vida de tropelías menores amparados en la impunidad (incidentes viales, escándalos en discotecas, etc.) que les otorga el poder paterno, hasta casos de corrupción como los hermanos de Natividad González Parás en Nuevo León o de Eduardo Bours en Sonora, durante sus respectivos sexenios.
Sólo las investigaciones podrán determinar si Larrazábal, el quesero, actuaba como extensión de Larrazábal el presidente municipal, o si simplemente era un hermano incómodo que operaba de manera autónoma. En cualquier caso se trata de una traición contra los regiomontanos que eligieron a un alcalde gracias a su obsesiva campaña a favor de la seguridad pública y la honestidad.
Pero incluso me parece que esos casos de corrupción y de abuso son menos dañinos que el de la herencia de cargos políticos. Después de todo, supongo que Raúl Salinas o Jonás Larrazábal dejan de ser un dolor de cabeza en cuanto termina el Gobierno fraterno del que derivan su poder, pero en cambio difícilmente nos libraremos de Carlos Mario Villanueva Tenorio, actual alcalde de Chetumal e hijo del ex gobernador que pasa lista todos los días en una cárcel de Estados Unidos. El joven Villanueva obtuvo el puesto gracias a la fuerza social que el padre construyó en el sur del Estado, con una política populista y una hábil mezcla de represión y captación de líderes de base. Pero el imberbe y millonario alcalde opera el poder heredado con la displicencia faraónica y arbitraria de un Baby Doc Duvalier. Un día promete la venganza contra todos los que traicionaron a su padre, al día siguiente asegura que tienen todo controlado para ascender a la guberantura el próximo sexenio y regresar toda su gloria al apellido familiar.
Y tengo la sospecha de que si la Cocoa se apellidara distinto no habría pasado de una diputación local en su carrera política. Ahora podría convertirse en mandataria de los destinos michoacanos durantes seis años. Sólo el tiempo dirá si los coahuilenses terminarán diciendo lo mismo de Rubén Moreira.
Desde luego, sería injusto que el parentesco limite las aspiraciones legítimas de una persona para incursionar en la vida pública. El problema es cuando el ascenso político deriva poco o nada de las virtudes profesionales y mucho o todo del árbol genealógico. Los actos de corrupción lesionan las finanzas públicas y la aplicación de la ley, pero la ineptitud de un mal gobernante impone pérdidas incuantificables. El daño potencial es proporcional al número de habitantes gobernados y los años en el poder.
Los peores casos son aquéllos en los que se mezclan ambos fenómenos: un pariente corrupto termina heredando un puesto político. Un mal redundante y transexenal. Habría sido el caso si Manuel Bibriesca hubiese obtenido un escaño de senador, por ejemplo. O más realista, el de Juan Pablo Adame, que a sus arbitrariedades de junior quiere sumarle una carrera política en el PAN.
Ahora que comienza la recta final de la carrera presidencial no sería mala idea comenzar a escudriñar el potencial impacto de los hermanos e hijos de los aspirantes a Los Pinos. Podríamos evitarnos a familiares comisionistas del poder y a futuros gobernadores sin más méritos que su pedigrí.
¿Por qué tengo la sensación de que este sexenio fue de cinco años? El estado de ánimo de muchos mexicanos es como el de un 27 de diciembre: no tiene sentido ningún cambio, ni hay energía para aplicarse en alguna tarea importante. Una especie de convicción compartida y tácita de que ya no hay nada que esperar de lo que queda de este gobierno. Sólo la inercia para llegar al próximo año y la esperanza de que un nuevo inicio ofrezca la posibilidad de renovar.