Incapaz de replantear el país a partir del tedioso camino de la educación y la cultura, la clase dirigente –aunque lo niegue– sí cree en la magia. Sexenio a sexenio retumba en los oídos el socorrido recurso o regaño, subrayándole a la ciudadanía que no hay fórmulas ni varitas mágicas para corregir errores o resolver problemas. Los gobernantes regañan a los gobernados por andar creyendo en esas supercherías, pero nomás no se plantean en serio sentar las bases para modificar –así sea, en el largo plazo– esa realidad generadora de resbalones y malestares.
No hay magia dicen, pero no trabajan a ciencia, conciencia y paciencia en la solución de los problemas. El absurdo de esa conducta es que los propios dirigentes, sexenio a sexenio, agitan en el aire esas varitas para ver si, de milagro, se hace la magia.
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El catálogo de ejemplos de cómo, al cambio de una administración o dentro de una misma administración, se abandona una política establecida y se inventa otra para solucionar el mismo problema es enorme. Desde fines del siglo pasado y dado el robo de autos se determinó la necesidad de contar con un registro de automóviles y ésta es la fecha en que ese registro no acaba de integrarse. Desde fines del siglo pasado y dada la inseguridad pública se determinó la necesidad de integrar una nueva Policía Federal y ésta es la fecha en que se debate el modelo policial nacional deseado.
Desde fines del siglo pasado y dado el problema de recaudación fiscal se determinó que no podía seguirse sangrando a Pemex y ésta es la fecha en que la reforma fiscal no acaba de concretarse. Desde principios de siglo y, quizá, desde antes se planteó la reforma del Estado y los diputados están decididos a crear un foro de discusión. Desde hace una eternidad se habla de la simplificación fiscal y, año con año, el asunto se complica: el contribuyente requiere del especialista para saber cómo, dónde, cuándo tiene que pagar impuestos.
El listado de ensayos, fórmulas mágicas, programas desechables, pociones y parches elaborados por las distintas o las mismas administraciones es mucho más largo, pero lo cierto es que a pesar de la consabida declaración de que no hay soluciones mágicas a los problemas, los problemas siguen siendo los mismos.
*** Hay también, desde luego, algunos ejemplos en sentido contrario. Uno de los más destacados, probablemente, es el relativo al del fomento del uso de la bicicleta en la Ciudad de México.
Es, si se quiere, un problema menor, pero el sostenimiento de esa política al menos durante los dos últimos sexenios en la capital de la República comienza a generar un cambio cultural. La creación de ciclopistas, de paseos en fin de semana, de carriles confinados, de asociar y compartir la decisión gubernamental con organizaciones civiles comienza a arrojar frutos incipientes: una cultura distinta.
Esa política no se desechó ni reinventó con el cambio de las administraciones ni se doblegó ante las críticas recibidas y ahí va. No partió de la idea de expedir una ley que obligue a los capitalinos a montarse en una bicicleta, partió de crear las condiciones para que pudiera hacerlo y de ir generando una cultura.
Podría, quizá, también citarse la continuidad en la política del transporte público que en el Distrito Federal, a la vuelta de los años, ha repercutido no sólo en el estricto ámbito de su aplicación sino también en la cultura vial obligando a no invadir el carril del Metrobús, a no dar vuelta a la izquierda donde no se debe y también ahí va bregando esa nueva cultura.
Igual podría mencionarse la puesta en marcha del alcoholímetro, que sostenido y cuidado ha generado otra cultura en el consumo.
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Cambiar patrones de conducta y, por esa vía, buscar solución a problemas ancestrales exige muchas cosas pero, sobre todo, reconocer que cambios de esa índole suponen ciencia, conciencia y paciencia así como escapar a la gana de los gobernantes de transponer el umbral de la historia con el título de refundador de Tenochtitlán. A pesar de la evidencia, la clase dirigente insiste –aunque lo niega– en agitar las varitas en el aire.
Asumen que México no es un país de leyes y, sin embargo, el más mínimo cambio exige en su opinión la reforma de la ley y, ahí, arranca un nuevo problema. Como no se hace política y no hay acuerdos, la ley termina siendo una colección de parches desarticulados, una norma inaplicable y, por lo mismo, en vez de solucionar el problema original termina generando otros.
Ejemplos de esto se pueden aventar para arriba. El registro nacional de usuarios de telefonía celular como solución al problema de las extorsiones telefónicas generó más problemas de aquel que originalmente pretendía solucionar. La radicalización del castigo a los secuestros a partir de la reforma a la ley es otro: se hizo gran propaganda hasta con la pena de muerte y el secuestro ahí sigue, impune en la mayoría de los casos. La posibilidad de acusar por corrupción de menores a quienes dispensen alcohol sin fijarse en la edad del consumidor amenaza ahora hasta las fiestas privadas. El peor ejemplo de reinventar una política o pervertir la existente quizá sea la del seguro popular. El concepto y el esquema puesto en marcha por Julio Frenk se abandonó y, por decreto, se estableció la cobertura universal de salud.
Cosa de acudir a los servicios de salud para toparse con una realidad radicalmente distinta al glorioso discurso que da por hecho lo que no se hizo. El punto es que la clase dirigente no se cansa de recorrer el mismo camino infinidad de veces, si eso la salva de no quedar señalada como irresponsable o acusada por no hacer nada.
Hace y hace mucho la clase dirigente y le encanta decir cuánto ha hecho, pero omite reportar el resultado deseado. Se confiscan más armas, crece supuestamente (desde luego) la droga confiscada, aumenta el número de detenidos, pero el problema ahí sigue.
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El problema del problema de seguir en la subcultura de inventar el hilo negro, refundar Tenochtitlán o decretar soluciones es que se está generando otro: el descreimiento en el gradualismo de las reformas para corregir errores y solucionar problemas.
Increíblemente, la clase dirigente fomenta la inconformidad, alienta la tentación de la ruptura... y, bueno, si las varitas mágicas no existen y no se trabaja a ciencia, conciencia y paciencia, no va a faltar quien crea en el recurso de los cuetes. De agitador profesional (cuando menos de varitas inexistentes) habrá que acusar a la clase dirigente.
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