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GIUSEPPE MOSCATI: UN SANTO DESCONOCIDO

Por: Jacobo Zarzar Gidi

Giuseppe Moscati nació el 25 de julio de 1880 en Benevento. Su padre era presidente del Tribunal de Justicia. A pesar de la influencia de los masones en muchos ambientes, sobre todo entre los hombres que tenían cargos públicos, nunca negó su fe católica. Posteriormente la familia se traslada a Nápoles, y Giuseppe concluye sus estudios de segunda enseñanza, especialmente en Biología, Física y Química con excelentes calificaciones, decidiéndose sin dudarlo por la carrera de Medicina. Aunque es marcada su inclinación por el estudio, lo que más le mueve es la miseria de los pobres. Quiere mitigar los dolores del cuerpo y del alma de incontables hermanos que sufren, pero de manera especial de esos otros enfermos a los que parece que casi nadie quiere porque sólo hay que esperar que se despidan de este mundo: los desahuciados.

En 1903 obtiene el Doctorado en Medicina y empieza a trabajar en el hospital para incurables más grande de la ciudad. Muy pronto, pacientes y médicos colegas, advierten que Moscati no es un médico más, sino que antepone día y noche el servicio a los enfermos a cualquier asunto de su vida. A cada enfermo le prescribía solamente lo que en verdad necesitase. Por las noches estudiaba a conciencia para estar al día en su profesión; su dedicación le vale en los siguientes años una prestigiosa carrera públicamente reconocida. Le nombran Director de la Sección de Tuberculosis de todos los hospitales de la región, además de que ya era catedrático de Anatomía Patológica, Fisiología Humana y de Química Fisiológica. Por si fuera poco, fueron notables sus descubrimientos en el campo de la bioquímica y sus investigaciones sobre los efectos del glucógeno (hidrato de carbono existente en el hígado, que, por hidrólisis, se transforma en azúcar), convirtiéndose en el descubridor de la insulina sintética para los diabéticos que no la generan.

Pero, Moscati no busca ni la gloria del mundo ni las riquezas. Si estudia más y crece su prestigio, es para poner su ciencia al servicio de los demás. Si lo felicitan por una operación difícil con la que salva la vida de un paciente, le quita importancia al elogio diciendo: “El Señor dirige todo, también la mano del médico, solamente a Él hay que darle las gracias”. Don Giuseppe es hombre que va bien vestido, sobriamente, pero pulcro, con su bigote bien cuidado. Muy conocido en Nápoles, con frecuencia se le veía andar por aquellas calles estrechas y bulliciosas de los barrios más pobres, donde la ropa recién lavada se tiende en balcones y fachadas de vecindades.

Por allí anda el médico, esquivando perros, mendigos y niños traviesos jugando. Desde las ventanas le gritan pidiendo que al regreso de su caminata llegue a visitar algún enfermo, y él asiente con una amable sonrisa. De noche, con los ojos cargados de sueño después de haber visto decenas de pacientes, llega cariñoso hasta la cabecera del último que implora su protección. Asiste a cada uno con buena cara, sin sentirse víctima, y siempre con un calor humano y delicadeza inconfundibles. Es un médico de cuerpos y almas que cura con amor porque sabe que cada enfermo es una persona humana.

Atiende de inmediato las llamadas de emergencia, también cuando las hacen los pobres, a los que casi nada les cobra; y casi siempre él mismo les da dinero para procurarse las medicinas. Esta actitud generosa ocasiona que poco a poco se vaya desprendiendo de todos los muebles de su casa para venderlos hasta dejarla prácticamente vacía. Ve en cada persona, aún en el más desgraciado y hundido en los vicios, que necesita no únicamente de sus cuidados médicos, sino también de sus consuelos. Para el doctor Moscati, cada persona enferma es el mismo Cristo que se le acerca para pedir ayuda, para implorar misericordia y esperanza. Su fuerza la obtiene de la oración y de la Misa, a la que asiste a diario cuando apenas amanece. Si no fuera así, ¿cómo podría seguir adelante y tener una amable sonrisa para todos? Además, practica con naturalidad el ayuno, y lleva sereno, sin exagerar, las fatigas de su trabajo, a veces sin un mínimo descanso. En una carta escribió: “¿Por qué rechazar el sufrimiento? El Señor sufrió sin medida por mí. Me duele el pensamiento de que tantos hombres desprecian el amor divino. Con gusto ofrezco algo para conducirlos a los pies de su Salvador”.

En 1906 acontece la gran erupción del Vesubio, volcán vecino a Nápoles. Comienza una lluvia de ceniza, y Moscati, de inmediato, avisado del peligro que corre el hospital, da la orden de evacuación y todos los enfermos son llevados a lugares provisionales de protección. Cuando apenas han sacado al último, el techo del hospital se derrumba bajo el peso de la ceniza y de la lava, y la mayor parte del edificio queda inservible. Mientras, los otros médicos, espantados, ya habían huido. En esos momentos recuerda que hay otro hospital en la zona más pobre de Nápoles que podía estar en peor situación y se dirige allí.

Cuando llegó, ya habían evacuado supuestamente a todos los enfermos, pero un presentimiento le dice que hay alguien más dentro. Arriesgando su vida, entre derrumbes y fuego, entra a pesar de la oposición de las autoridades. Al llegar al tercer piso abre la puerta y descubre sorprendido que en esa sala se encuentran varios enfermos mentales amarrados de las manos y de los pies a los catres con correas de cuero. De inmediato corta sus ataduras con una navaja y los conduce uno por uno hasta la calle.

Se cuenta que, años después, en 1921, Enrico Caruso, uno de los más geniales cantantes de ópera y mundialmente conocido, volvió a Italia gravemente enfermo. De los muchos médicos consultados para su diagnóstico, sólo el Doctor Moscati encontró la verdadera causa. Pero ya nada se pudo hacer, porque eran mínimas las esperanzas de curación. Al ir a atenderle en un hotel de lujo en Sorrento, al final, Moscati le dice: “Usted ha consultado ya tantos médicos, ¿por qué no consulta al mejor de todos que es Cristo, nuestro Señor, y hace una confesión general? A los pocos días de haberse confesado, Caruso muere en el viaje que intentaba hacer a Roma.

Un día después de una jornada sumamente agotadora, Moscati llega a casa, y todavía atiende con amabilidad a muchos pacientes pobres que lo esperan en busca de sanación para su cuerpo. Al terminar de recetarlos le dice a la enfermera que no se siente bien. Cuando poco después entra ella a su consultorio, lo descubre sentado con los brazos cruzados: no hacía ni cinco minutos que acababa de morir. Con toda seguridad no fue demasiada sorpresa para él encontrarse de repente con Dios, acostumbrado como estaba a conversar con el Señor en medio de sus ocupaciones habituales. Corría el año de 1927.

La vida de este médico excepcional que fue canonizado por Juan Pablo II, el 16 de octubre de 1987, ayuda a entender mejor que nuestro mundo necesita con urgencia doctores y enfermeras que traten a sus pacientes como un padre o una madre lo hace con sus hijos enfermos.

Esta estupenda profesión, que es sólo para atender a humanos, se está deshumanizando. Tal vez algunos de esos profesionistas sean los que más necesitan trasplantes de corazón. Los enfermos desean ser escuchados sin prisas, que se les comprenda, que se les sonría, que se les anime a curarse para que no pierdan la esperanza. Si fuera preciso, agradecerían mucho que el médico también les diera cierta ayuda espiritual para encontrar sentido a lo que les pasa y optimismo para llevar sus penas en un ambiente de serena paz.

El móvil de la actividad de este gran médico no fue solamente el deber profesional, sino la conciencia de haber sido puesto por Dios en el mundo para obrar según sus planes, y para llevar, con amor, el alivio que la ciencia médica ofrece, mitigando el dolor y haciendo recobrar la salud.

jacobozarzar@yahoo.com

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