"Dame Señor serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, concédeme valor para cambiar las cosas que pueda, y sabiduría para conocer la diferencia".
En esta época del año, como siempre ha sucedido desde que tengo memoria, entre el 20 de diciembre y los primeros días del mes de enero, muchas personas han fallecido. Algunos dicen que es el frío, otros se lo achacan a la edad, pero la verdad es que son bastantes las familias que en ese corto espacio de tiempo quedan enlutadas. Si analizamos con detenimiento el fenómeno de la muerte, podemos estudiarlo desde dos puntos de vista: la muerte de un ser querido y el futuro fallecimiento de nosotros mismos.
Ningún acontecimiento de la existencia se convierte con el tiempo en algo más importante que la misma muerte. Su trascendencia y su efecto desgarrador forman parte esencial del ciclo de la vida. Debemos aprender a afrontarla porque será lo único que no podremos evitar. Así como la vida es una constante preparación para la muerte, así la muerte para los creyentes es la antesala de la vida eterna.
Perder a un ser querido, duele mucho, no importando los años que vivimos a su lado. Siempre anhelamos un poco más porque somos conscientes de que la vida transcurrió demasiado aprisa y fuimos dejando para después un sinnúmero de relaciones personales a las cuales no les dimos importancia porque la persona a la cual nos referimos estaba allí y pensamos erróneamente que jamás se iría de nuestro lado.
Cuando imaginas que las personas permanecerán contigo para siempre, difícilmente las aprecias o les dedicas atención. Todos tenemos la vida prestada y debemos estar agradecidos por el poco o mucho espacio de tiempo que nos toque vivir. Jamás podemos reprochar a Dios un fallecimiento por prematuro que éste haya sido, porque igual se puede cumplir con la misión en unos cuantos años que en una larga travesía por este mundo.
Muchas veces el pensamiento de la muerte nos horroriza y nos intranquiliza. Lo más importante es permanecer preparados espiritualmente amando a Dios y pidiéndole que nos reciba a pesar de lo mucho que fallamos.
Los dolores que surjan por alguna enfermedad no tienen importancia comparados con todo lo que padeció Jesucristo durante su pasión. La incógnita de lo que sucederá después de la muerte no deberá atormentarnos si tenemos confianza en Nuestro Señor. En esos instantes previos debemos permanecer agradecidos con Dios y con la vida por todo lo que nos dio en el momento oportuno, y por haber coincidido en la época que nos tocó existir con los seres a los cuales amamos.
Cuando nos enfrentemos a la realidad de la muerte, es probable que tengamos que afrontar también, y por vez primera, el proceso emocional de tener que renunciar al apego por la vida. En ese momento recordaremos todo lo que vivimos, lo que comenzamos y no tuvimos posibilidad de terminar por falta de recursos, de tiempo o de intención. Un gran temor a la nada absoluta, producto de una fe pobre, podrá presentarse inesperadamente, conduciéndonos de imprevisto a la desesperación y al desamparo. El temor nos puede hacer morir mil veces antes de morir, y es por eso que muchas personas prefieren dejar de existir de un infarto fulminante, a tener que pasar por una agonía que les permita reflexionar en todo lo que está sucediendo.
Lo más doloroso, no es abandonar las cosas materiales que tanto esfuerzo nos ha costado adquirir, sino despedirnos de nuestros seres queridos -que en este mundo ya no los volveremos a ver. Morir es a veces un proceso más duro para los que se quedan, que para la persona que muere. En la vida vamos muriendo poco a poco según vayamos perdiendo a los seres que amamos.
Para muchas personas, las dificultades con las que se enfrentan en la vida, las pruebas y tribulaciones, los fallecimientos, los sustos y las pesadillas, son castigo de Dios. Si supiéramos que nada de lo que ocurre es negativo y que todas esas pruebas son oportunidades que se nos ofrecen para crecer o hacer crecer a los demás.
Uno de los sufrimientos más penosos de los familiares de un difunto es no haber podido estar junto a él en el momento anterior a su muerte. Si no pudimos estar a su lado, oremos por su alma y de esa manera nos compenetraremos aún más que si lo hubiésemos cargado amorosamente en nuestros brazos para llevarlo al hospital con la finalidad de ser atendido en los últimos instantes de su vida.
Cuando la muerte es producto de un asesinato, nuestra primera reacción aun siendo extraños a la familia del difunto es maldecir al asesino. La rabia que sentimos se acrecienta cuando se trata de un niño inocente que perdió la vida a manos de un desalmado. ¡Qué difícil es perdonar para unos padres que quisieran seguir teniéndolo a su lado! ¡Qué difícil es olvidar la ofensa cuando sabemos que unos desgraciados se entrometieron al paso del inocente para desgarrar la vida de toda una familia y de la comunidad donde vivió! Sin embargo, debemos perdonar, porque así nos lo enseñó Jesucristo, el no hacerlo nos dañará física y espiritualmente, y nos encadenará a recuerdos dolorosos que permanecerán para siempre en nuestro corazón. Encomendándonos a Dios y llenando nuestro corazón de su presencia, encontraremos una salida al aturdimiento que trastorna, que lastima y que hiere. La fuerza vendrá de lo alto a pesar de tratarse de un sufrimiento inaguantable.
El plan de Dios es incomprensible para nuestras pobres mentes, pero al fin y al cabo formamos parte de él. Muchas veces necesitamos que una palabra o la presencia de una persona amable que nos visita, nos saque de ese círculo interminable de sufrimiento que nos ha provocado la muerte de un ser querido. El mes de enero se caracteriza también por la aparición en el mundo de un gran número de suicidios. Mucha gente se quita la vida porque considera equivocadamente que al finalizar el año, se ha terminado también un ciclo en el cual debieron obtener determinados triunfos para considerar que valió la pena haber vivido. Si no los consiguieron, la depresión penetrará en su mente, haciéndolos concluir erróneamente que la única solución es la muerte. Las personas adultas necesitamos estarnos programando un gran número de metas posibles por pequeñas que éstas sean, para no perder el interés por la vida. Si no lo hacemos así, moriremos lentamente porque existen muchas formas de suicidarse y esta es una de ellas a pesar de que no utilicemos un arma o un veneno para conseguirlo.
Cuando observemos a un enfermo en su lecho de muerte, debemos comprender claramente que algún día nosotros también estaremos en un sitio semejante. Si tenemos que cuidar en el hogar a un ser querido anciano o inválido, durante largo tiempo, éste probablemente se sentirá mejor si ve que también tenemos tiempo para atender nuestros asuntos personales, y de esa manera no pensará que es una carga para nosotros.
Si un día el Señor nos llama y nos encontramos a las puertas de la muerte, enfrentémosla con valor, serenidad y agradecimiento, pensando en el abrazo de Jesucristo que cual Padre amoroso recibirá al hijo pródigo, sediento -después de haber atravesado el desierto de la vida, con ropa rasgada por las caídas, con las sandalias llenas de fango, golpeado por todas las tribulaciones recibidas, que pasó hambre y frío, que muchas veces fue atacado, despreciado y engañado por los hombres, que se encuentra arrepentido de sus pecados y que implora misericordia para poder entrar con seguridad a la bendita Casa de su Padre. jacobozarzar@yahoo.com